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JOFFO, Joseph

Joseph había escuchado a su padre relatos sobre las persecuciones que sufrieron sus antepasados en una ciudad al sur de Odesa, Elisabethgrado, en la Besarabia rusa. «Aquellos relatos acunaron mi infancia, yo veía las culatas de los fusiles hundiendo las puertas, rompiendo los cristales, la huida enloquecida de los campesinos, las llamas devorando las vigas de las isbas, en mis ojos bailaba un torbellino de filos de sables, de alientos de caballos desbocados, de fulgores de espuelas, y por encima de todo, destacándose sobre el humo, la figura gigantesca de mi antepasado Jacob Joffo». Del mismo modo es ahora Joseph quien, con estilo suelto y fluido, coloca un eslabón más a la cadena de persecuciones sufridas por el pueblo judío, tiñendo sin embargo los acontecimientos más dramáticos de buen humor y sentido positivo, y a la vez mostrando con claridad tanto la tragedia como el valor y la bondad de muchas personas. Se muestra con verosimilitud el proceso de aprendizaje y maduración de Jo, que va logrando superar los instantes de desánimo —«la misma sensación que tuve en Niza de tener la cabeza vacía, el mismo sentimiento de que nada sirve para nada y que los malos siempre ganan»—, y salvando momentos tensísimos —«a veces una centésima (de segundo) separa la vida de la muerte, la cárcel de la libertad»—. Da sabor al relato la simpática relación entre los dos hermanos, certeramente descrita, en la que no faltan rivalidades y peleas, que «siempre nos han hecho bien, nos ayudan a mantener los lazos fraternos, porque después nos sentimos mucho mejor». Y es que, dice Jo, a fin de cuentas, «un hermano es alguien a quien se devuelve la última canica que se le ha ganado».

Me han robado mi infancia

Un día en la escuela Joseph se ve metido en peleas que no entiende. Sus padres deciden que huya de París. «Yo amaba aquellos tejados, los monumentos que se difuminaban a lo lejos. No sabía aún que pronto no volvería a ver aquel paisaje familiar. No sabía que al cabo de pocas horas yo ya no sería un niño».

Al cabo de dos años de ir de una parte a otra, las cosas no serán iguales. «Crecer, endurecer, cambiar… Tal vez también el corazón se ha acostumbrado, se ha gastado a fuerza de catástrofes, tal vez se ha vuelto incapaz de sentir pena profunda. El niño que yo era hace dieciocho meses, aquel niño perdido en el metro, en el tren que le llevaba hacia Dax, sé muy bien que no es el mismo que el de hoy, que se perdió para siempre en un matorral del bosque, en una carretera provenzal, en los pasillos de un hotel de Niza, se fue desvaneciendo poco a poco, cada día de huida… Mientras miro a Rosette que está cociendo huevos y diciendo palabras que no escucho, me pregunto si aún soy un niño… Me parece que las tabas ya no me tentarían ahora, ni las canicas, un partido de fútbol sí, pero no mucho… Y, sin embargo, ésas son las diversiones de los chicos de mi edad, aún no he cumplido los doce años, todo eso debería gustarme, bueno pues no me gusta. Tal vez hasta ahora he venido creyendo que saldría indemne de esta guerra, y tal vez ahí estaba el error. No me han quitado la vida, pero seguramente han hecho algo peor, me han robado mi infancia, han matado en mí el niño que hubiese podido ser…».