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LAWRENCE, Caroline

Los relatos de Misterios Romanos están estructurados con habilidad y contados con oficio. Son amenos y cumplen su objetivo de dar información, de avivar la curiosidad por la Roma clásica, y de servir de puente hacia lecturas futuras. Según avanzan los libros, y las historias de unos y otros protagonistas van entretejiéndose, se abren nuevos interrogantes y las coincidencias aumentan. La narración se centra en contar lo que pasa y en arreglárselas para ir dando explicaciones de cosas —mitos, creencias, costumbres, historia…—, que alguno de los presentes no conoce. Los protagonistas afrontan tareas muy por encima de su edad y algunas de sus emociones suenan artificiales o, más bien, suenan como podrían sentirlas chicas y chicos de ahora mismo. Pero, dada la edad de los destinatarios, el acento en la valoración de los libros, si están bien hechos como es el caso, no hay que ponerlo tanto en los defectos narrativos y literarios como en su eficacia, en que consiguen lo que pretenden: entretener y subir el nivel.

En El caso de los bandidos asesinos la escritora integra bien la información sobre la vida real del lugar y de la época según van sucediéndose los numerosos incidentes que le ocurren a P.K: desde cómo funcionaban las lavanderías chinas o los fumaderos de opio, hasta cómo eran la pistola Derringer o cómo se trabajaba en las minas. Pero lo que hace muy amena la historia es la calidad y la simpatía del narrador. P.K. describe las cosas tal como lo puede hacer alguien con un fino espíritu de observación y un talento natural para las comparaciones, ajustadas a quién es él y al ambiente donde vive: cuando ha de ocultarse rápidamente dice que lo hizo «veloz como un telegrama»; de unas escombreras nos dice que «parecían hormigueros gigantes veteados de amarillo, dorado y naranja». Luego, aunque no siempre su autismo ni sus conocimientos de algunas cosas resultan verosímiles, lo cierto es que sabe ganarse al lector desde la primera página. Así, el hecho de que no comprenda las metáforas da lugar a escenas graciosas: un caso es su desconcierto, después de la explicación que le habían dado acerca de que había en Virginia City toda una calle ocupada por «pájaras pintas», cuando identifica la primera. O, por ejemplo, son excelentes los momentos en los que un tahúr, admirado al ver la inexpresividad de su cara, le hace notar cuáles son los gestos y posturas de los pies, o de las manos, o del cuerpo, que dan a conocer los sentimientos y pensamientos de alguien.

En buena parte debido a las singularidades del narrador y del argumento, una vez pasados los efectos de la simpatía que despierta y de las sorpresas que contiene, no causa igual impacto en el lector, ni tampoco tiene la misma calidad el segundo libro de la serie, El caso del cadáver elegante [1].