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MCCAMMON, Robert R.

McCamon consigue transmitir el colorido del ambiente local y el encanto de una visión imaginativa de chaval, sin que la narración pierda intriga ni ritmo. Aisladamente usa expresiones groseras, describe algunas escenas violentas, tiene tramos más flojos y ciertos personajes y situaciones son grotescos. Como en otras novelas de iniciación, en una escena breve, Cory entra en contacto con un prostíbulo y, de acuerdo con el tópico, las prostitutas que conoce son dignas. Pero ni los defectos ni los lugares comunes han impedido al autor lograr un gran protagonista infantil. Cory Mackenson es un chico imaginativo, que nos cuenta que ha encontrado «la llave de la máquina del tiempo» y que capta en un paisaje que «aquél era un territorio ideal para los marcianos, de los mejores. Sentí que en mis circuitos cerebrales sonaba como una alarma contra incendios». Cory es feliz con el calor de su ambiente familiar, que reconoce, por ejemplo, en los ruidos cotidianos: «Crepitó una sartén y tintinearon unos vasos: mamá trabajaba en su elemento con la misma seguridad que una trucha remonta la corriente»; y sobre todo en una armonía que sobrevuela las contrariedades ordinarias: «Mis padres, que a mi entender se llevan mejor que el noventa y nueve por cien de las parejas de Zephyr, también tienen sus más y sus menos. Lo mismo que no hay individuos perfectos, ningún matrimonio de dos seres imperfectos puede funcionar sin algún roce o alguna fricción de vez en cuando. Yo he visto a mi padre estallar por culpa de un calcetín desparejado, cuando en realidad estaba furioso por no haber conseguido un aumento de sueldo. He visto a mi madre, generalmente plácida, perder los estribos por una pisada de barro en el suelo limpio, cuando su descontento radicaba en una observación desagradable de una vecina».

Pequeños universos

Cory es reflexivo, se da cuenta de que «una de las desgracias de ser pequeño es que las personas mayores sólo te escuchan a medias», y nota que «cuando los padres se asustan el corazón le late a uno a cien por hora». Cuando sale a trabajar con su padre, Cory descubre la existencia de «todo un pequeño universo atareado antes del alba, del que no forma parte la gente que empieza a despertarse». Al comprobar las consecuencias del exceso en la bebida, concluye que «hay cosas mucho peores que los monstruos de las películas. Hay horrores que se cuelan en las casas, retorcidos y sonrientes detrás de la cara de algún ser querido». Se va de acampada con sus amigos después de vencer la resistencia de sus padres, y allí, ya de noche, cuenta que «nos preguntamos qué estarían haciendo nuestros padres en ese momento y convinimos todos en que probablemente estarían angustiadísimos por nosotros, pero que esa experiencia les vendría muy bien. Estábamos creciendo y ya era hora de que comprendieran que nuestros días de infancia se estaban terminando».

Y mientras ata cabos para saber por qué murió aquél hombre arrojado al lago, Cory va conociendo a los hombres que habitan en su pueblo. Entre otros, intima con el señor Sculley, un tipo que «entendía el auténtico núcleo de la existencia, seguía teniendo jóvenes la mirada y el corazón pese al envejecimiento de su cuerpo. Sabía alcanzar el orden cósmico de las cosas y sabía que la vida no sólo alienta en los seres de carne y hueso sino también en algunos objetos, como un buen par de zapatos resistentes, un coche fiable, una pluma que no falla nunca, o una bicicleta que te ha llevado muchos kilómetros; cosas en las que podemos confiar y que nos dan a cambio seguridad y buenos recuerdos».

Niños que no quieren ir al cielo

A Cory no le bastan las explicaciones del pastor Lovoy cuando muere su mejor amigo, Davy Ray: «¿El cielo? ¿Cómo va a ser bueno un sitio si no tiene las cosas que a uno le gustan? Si no había tebeos, ni películas de monstruos, ni bicicletas, ni piscinas, ni helados, ni verano…. Ni tormentas ni porches donde sentarse a contemplarlas. El cielo me parecía una biblioteca que contenía libros de un sólo tema para que uno se pasara toda la eternidad leyendo. El cielo sería un infierno». Quien haya leído Las aventuras de Huck Finn [1] recordará la escena del primer capítulo en la que la señora Watson habla del cielo a Huck: «Me explicó que toda la ocupación que allí tenía la gente era pasearse todo el día con un arpa y estarse cantando por siempre jamás. No me pareció que esto fuese una gran cosa pero me guardé de decirlo. Le pregunté si ella creía que Tom Sawyer iría al cielo, y me dijo que ni muchísimo menos. Esto me produjo alegría, porque mi deseo era que estuviésemos los dos juntos».