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GEFAELL, María Luisa

Libros con una calidad literaria que los hace atractivos para cualquier lector adulto exigente, y que, con el paso del tiempo, han quedado como parte de la mejor literatura infantil que se ha escrito en España.

Los dos primeros están formados por relatos compuestos por la escritora para sus hijas pequeñas con la intención de aumentar la profundidad y la riqueza de su mundo imaginativo, y de enseñarles a observar con asombro y agradecimiento la vida de alrededor. En el prólogo a La princesita que tenía los dedos mágicos, una de sus hijas cuenta cómo su madre quería «que cada cuento fuese lo más completo posible, que fuese entretenido, que tuviera su misterio, que acercara a los niños a todo lo que pudiera ampliar más su mundo y su capacidad de ilusión». También en el prólogo a Las hadas de Villaviciosa de Odón, otra serie de relatos de fantasía contra el fondo de un ambiente rural de la España de los años cincuenta, la misma María Luisa Gefaell habla de cómo intenta ensanchar los horizontes de sus hijas: «¡Qué inagotable vuestro universo, vuestro pequeño mundo! (…) ¡Cuántos descubrimientos, cuántos milagros a punto de saltar, de saliros al paso! Flores, matas suntuosas, animalillos, nubes, brillos de hojitas de álamos, brisas vivas, agua viva llegando quién sabía de dónde; misterio y hadas, hadas por todas partes, hadas para entender por qué estaba aquel mundo tan encantado, tan vivo y tan naciendo a cada paso como vosotras…».

Quizá el resumen del argumento que figura más arriba dé una idea falsa de qué clase de narración es Antón Retaco, y más si se añade que otros personajes son el caballo Cascabillo, la cabra Rubicana, los perritos Can-can y Tuso… Pues los acentos con los que Antón habla son, por una parte, nostálgicos: «Recuerdo los caminos sin principio ni fin por los que andábamos, y el campo, que de tan ancho me daba miedo y no me atrevía a mirar a lo lejos, como si fuera a perderme». Pero son, sobre todo, doloridos, por ejemplo cuando menciona que después de una travesura suya, la gente les grita, les amenaza y les echa del pueblo: yo «estaba solo asustado queriendo comprender las cosas. Pero era muy pequeño, muy pequeñito. Y el mundo demasiado grande y difícil de entender». La narración hace pensar cuando mete al lector en la piel del pequeño Antón, quien cuenta cómo sus padres, en una representación en la que hace de duende, le golpean y le hacen daño, y «yo me tragaba las lágrimas y seguía rodando, tropezando, haciéndome el tonto. Se reían, se reían mucho […]. Y yo comprendía que aquello estaba bien, que tenían que reírse». Y es que quien, como Antón, quiere ayudar a los demás, también con frecuencia piensa en «lo difícil que es acertar y hacer de duende y alegrar a las personas sin equivocarse nunca».