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YÁNEZ COSSÍO, Alicia

Relatos que muestran cómo las historias para primeros lectores pueden ser divertidas y ricas a la vez. La escritora narra con fluidez, tiene chispa en las descripciones y hace oportunos comentarios llenos de buen humor e ironía.

Quizá el mejor sea El viaje de la abuela, un relato sobre las relaciones de afecto entre abuelos y nietos, en este caso avivadas por la distancia de un traslado al otro lado del Atlántico. El argumento y los incidentes están bien urdidos y mejor contados pues la autora tiene un excepcional talento para describir las cosas con golpes de humor sencillos y eficaces. Unos son los propios del choque de ambientes: «Esos países con cuatro estaciones son una lata, porque nunca se atina la ropa que hay que llevar», dice la abuela cuando prepara el viaje. Otros se derivan del plan que monta para llevarse a los animales con ella y, cuando el abuelo le hace un comentario, le replica: «A mí no me importa parecer un adefesio, no voy a un desfile de modas, voy a ver a mis nietos».

Tanto en ese relato como en los otros dos, La canoa de la abuela y Pocapena, los localismos que usa dan agilidad y precisión y un sabor propio a su lenguaje: una amiga «era muy ocurrida», cae un «sorpresivo aguacero»… Las metáforas son vivas y comprensibles para todos: la abuela era «un incendio con zapatos»; cuando a Pocapena le mandaron algo que no le gustaba «refunfuñó como el motor de un camión viejo que se niega a arrancar»… Los personajes principales, la abuela y Pocapena, tienen solidez. Y el modo de contar es el propio de quien lo haría de palabra, pero sin digresiones superfluas, y desde su experiencia de la vida, apuntando consideraciones o señalando errores.

El nombre fue un acierto y no un atentado

Es frecuente que muchos autores hagan incisos en las historias para los más pequeños. Como siempre, la cuestión no está en si hacerlos o no hacerlos, sino en hacerlos bien o hacerlos mal, que den vuelo al relato o que lo lastren. Alicia Yánez es un ejemplo de cómo se pueden añadir, con gracia, esta clase de observaciones que, aunque apuntan hacia los adultos, los niños entienden muy, muy bien.

Cuando Pocapena es pequeñito, se narran las cosas como si él se diera cuenta de lo que ocurre a su alrededor. Así, se nos dice lo que piensa cuando escucha las discusiones acerca de qué nombre le van poner. Y, al oír que sus padres deciden llamarle Pedro, «respiró aliviado. Gracias a Dios que no lo bautizaron con el nombre de sus abuelos, porque el uno se llamaba Apolinario y el otro se llamaba Anacleto y ambos hacían planes para que el crío se llamara como ellos». Más adelante se subrayará cómo «el nombre de Pedro fue un acierto y no un atentado, porque a veces los papás, sin darse cuenta y sin malas intenciones, cometen atropellos para quedar bien con los abuelos o con los padrinos, y lo que es peor, se inventan unos nombres que atormentan de por vida». La cuestión se remata cuando, más adelante, se señala que su hermanita era tan llorona «porque le tocó el nombre de Anacleta Asunción Apolinaria».