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NÖSTLINGER, Christine

En novelas de Nöstlinger como Konrad se mezclan estrechamente ideas educativas muy sensatas con un sesgo ideológico marcado. Así, habla de la importancia de no imponer más limitaciones que las precisas; de la necesidad que cualquier niño tiene de afecto y de que se le hable con claridad: «Si me mientes, no me ahorras preocupaciones», dice Konrad a la señora Bartolotti; de la importancia de habituar a los chicos a enfrentarse a los problemas: «Kitti opinaba que las cosas malas que se conocen son menos malas que las que no se conocen». Por otra parte, desarrollar las mejores cualidades de Konrad tropieza con las circunstancias del ambiente donde aterriza: la señora Bartolotti, divorciada, tiene un extraño amigo, el señor Egon, que coge afecto a Konrad y que se arroga el papel de padre. La señora Bartolotti oscila entre la necesidad que tiene del señor Egon para unas cosas y el rechazo, pues el señor Egon no es un dechado de cualidades: «Encontrarse con un hijo, bueno, está bien. No tengo nada en contra. Pero el padre me da rabia. A él no lo necesito», dirá la independiente Bartolotti, una mujer que «tenía una lista completa de palabras que no le gustaban. Además de “como es debido”, formal, serio y metódico, no le gustaban propósito, razonable, cotidiano, instructivo, decoroso, comedimiento, ama de casa, apropiado y pertinente». Y para reforzar sus tesis, Nöstlinger caricaturiza magistralmente el estilo educativo que quiere rechazar, y apunta que a Konrad «le causaba opresión todo lo que estaba prohibido. Se lo habían inculcado. También dijo muy triste que, hasta ese momento, él se había sentido orgulloso del sentimiento opresor que le producían las cosas prohibidas, pues había sido la materia de enseñanza más importante que habían tenido en la “Sección de puesta a punto”.

Konrad aclaró:

—Se llamaba clase de sentimiento de culpabilidad, y los niños-instantáneos que no la dominaban a la perfección, no podían salir de la fábrica».

Como en otros libros suyos, Nöstlinger es explícita sobre creencias religiosas: cuando Egon explica confusamente algunas costumbres navideñas a Konrad, la señora Bartolotti interviene: «No cuentes patrañas, Egoncito —le interrumpió la señora Bartolotti […]—: Nada de lo que ha dicho, absolutamente nada, es cierto. No hay Niño Dios, ni un San Nicolás y tampoco hay una liebre de Pascua».

No tiene tantas implicaciones Filo entra en acción, una recreación valiosa de las típicas novelas detectivescas de pandillas de chicos. Filo es un nuevo Fatty (el popular gordito de Enid BLYTON [1]), menos pretencioso, más intelectual, que vive con su madre pues sus padres están divorciados. La narración alterna la tercera persona con la primera, pues Filo lleva un diario en donde anota las ideas que le inquietan. La madre de Filo no valora el talante reflexivo de su hijo y le anima a que no se cree preocupaciones y que disfrute ahora de la infancia. No obstante, en este relato, la autora no se detiene en el ambiente familiar, aunque sí da pinceladas, por ejemplo, cuando indica que «cuando su madre trae a alguien a casa, (Filo) se iba a su habitación a oír discos y ponía el tocadiscos tan alto que al visitante le temblaban las orejas y le retumbaba la cabeza y nunca volvían».

Educación de los sentimientos

El espabilado Filo hace a veces anotaciones jugosas en su diario, que serían básicas en un curso que tratase de cómo educar los sentimientos. Así, cuando está comentando las sospechas de su amigo el Picas, escribe: «Dice que se deja guiar por su instinto. Si el asunto fuera considerar si le cabe en el buche otro de los acostumbrados superbocadillos que se merienda, podía, el tonto, dejarse guiar por su instinto; pero cuando se trata de personas, debe guardárselo. Si por culpa de esos “sentimientos” se pringa de barro a otros, prefiero no tener ninguno. […] Huber tiene un “sentimiento” de amor hacia Lilibeth. Ella, sin embargo, no tiene ese “sentimiento” hacia Huber, sino otro “sentimiento” de amistad por el Picas. Esto le molesta a Huber y, entonces, a éste le brota un “sentimiento” de ira contra el Picas y por eso le llama siempre camello. De ahí que en el Picas surja un “sentimiento” de odio hacia Huber y que, a la mínima, tenga el “sentimiento” de que él es el ladrón. Y en vez de devanarse la mollera en averiguar qué pasa con sus “sentimientos”, se deja comer el coco por ellos y sólo es capaz de ver lo que quiere. Dice, el tío, que quiere estudiar Derecho. Confiemos en que termine en notario para llevar asuntos de testamentos y no llegue a juez. De otro modo, con sus “sentimientos” no hará más que salvajadas».

Aprender a querer a los demás

El mensaje final llega cuando Filo reflexiona sobre los motivos de su compañero-ladrón, y señala: «Mi madre me dijo: “Dadle a entender que vosotros le tenéis aprecio”. Pero ¡ahí está el problema! Antes no le apreciábamos y ahora tampoco. Desde que sé lo que le ha pasado me da lástima, pero eso no significa aprecio. Es un tío aburrido, soso y no demasiado inteligente. Hasta huele mal, no sé cómo.

Tendría que poderse aprender a querer a la gente. No debería ser que se quiera sólo a unos cuantos porque tengan los ojos azules con un jaspeado negro encantador, o porque huelan bien, tengan una conversación divertida o unos razonamientos sensatos. Debería ser que se pudiese decir: “A ése hay pocos que le quieran, necesita un poco de aprecio, así que le voy a querer yo”.

Quizá el querer a la gente es algo que puede uno aprender a fuerza de paciencia y ejercicio. Puede ser. Por intentarlo… Pero me temo que no voy a resistir mucho, que no hay quien lo aguante. Es tonto y aburrido. Sólo con verle tirar de las gafas narices arriba, que no para el tío, ya me pongo malo.

Ahora voy a casa del Sir. Allí sacaré esto del querer a la gente; de pasada, para que no suene muy solemne ni muy moralizante. A lo mejor alguno de mis amigos piensa lo mismo que yo. Si a Wolfi Grifo, aunque sea un caso, pudiésemos quererle un poco, todo sería mucho más sencillo». Ya se ve que Filo no necesita exhortaciones sino buenas razones.

Otro libro: El dragón bueno y el dragón malo [2], álbum ilustrado por Jens Rasmuss.