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GRUBB, Davis

Novela sobre cuyo argumento se basó una famosa película de suspense de los años cincuenta. Grubb sabe acumular la tensión y trabar perfectamente las piezas argumentales, no se priva tampoco de toques efectistas que añaden sabor al relato, y consigue mantener el interés del lector hasta el final, narrando con calma y casi siempre desde dentro de la mente del pequeño John. Su intención parece ser, sobre todo, construir una novela de suspense, pero su maestría se revela en cómo conjuga elementos muy dispares: toques góticos —una casa en la que «el suelo de tablas susurra, los pasos evocan rumores de pisadas hace tiempo desaparecidas de la tierra»—; acentos de TWAIN [1] —«siempre nos queda el río», piensa John cuando se ve amenazado—; rasgos expresionistas —en la cama, John escucha como «el viento gemía en los desnudos árboles que bordeaban el río, un viento que sonaba como una canción quejumbrosa, como el cuerno de un cazador»—; y personajes inolvidables como el Predicador, un ser camaleónico y cruel como un psicópata de novela negra y con algo de los alucinados predicadores de Flannery O´CONNOR [2]; o como Rachel Cooper, una mujer fuerte que convierte su casa en «un árbol firme con ramas para muchos pájaros»…

El sombrío río del miedo

La noche del cazador no es significativa como «novela de niños», pero toda ella encierra y se dirige a una conclusión de fondo que pocas veces se ha formulado tan bien. Son pensamientos de la vieja Rachel Cooper, la única persona en la que John podrá confiar: «A todo niño le llega el momento de correr por un lugar sombrío, un callejón sin puertas, perseguido por un cazador cuyas pisadas resuenan intensamente en los adoquines […], y se siente solo, y nadie le escucha, y las hojas secas que pasan arremolinadas por la calle se convierten en un susurro pavoroso, y el tictac de la vieja casa es el amartillamiento del rifle del cazador. […] Todos los niños tienen su Predicador que los persigue por el sombrío río del miedo y la imposibilidad de expresar lo que sienten y las puertas cerradas. Todos son mudos y están solos, porque no hay palabras para expresar el miedo de un niño, ni oídos que le presten atención, y, si las hubiera, nadie las entendería aunque las oyera. ¡El Señor guarde a los niños!»