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CENDRARS, Blaise

Con una prosa lírica de aparente sencillez, Cendrars construye un relato bien estructurado, que progresa con rapidez. Emplea un vocabulario familiar y un estilo conciso y cortado, muy pulido, del que ha eliminado todo lo superfluo: su espontaneidad es sólo aparente. Recurre a las repeticiones y a frecuentes puntos y aparte: algo inédito entonces. Cendrars, que siente predilección por los seres solitarios, escribe todo el relato en presente de indicativo para meter al lector en los sucesos que le ocurren a su protagonista, y para facilitar la continuidad de la acción. Utiliza el imperfecto sólo para evocar el pasado en cuanto ha conducido hasta el momento actual: un modo eficaz de mostrar cómo el pasado está siempre presente.

El Oeste misterioso

«El Oeste.

Palabra misteriosa.

¿Qué es el Oeste?

Esta es la noción que (Suter) tiene de él.

Desde el valle del Misisipí hasta más allá de las montañas gigantes, muy lejos, muy lejos, adentrándose hacia el Oeste, se extienden territorios inmensos, tierras fértiles sin límites, estepas áridas sin límites. La pradera. La patria de las numerosas tribus de pieles rojas y de los grandes rebaños de bisontes que van y vienen como el flujo del mar.

¿Pero más allá, detrás? ¿Qué hay?

Existen relatos de indios que hablan de un país encantado, de ciudades de oro, de mujeres que sólo tienen un seno. Incluso de cazadores que bajan del Norte con su cargamento de pieles han oído hablar, en las altas latitudes, por ellos frecuentadas, de esas tierras maravillosas del Oeste, en las que, según dicen, las frutas son de oro y de plata.»

El puerto de Nueva York. 1834.

En él «desembarcan todos los náufragos del viejo mundo. Los náufragos, los desgraciados, los descontentos. Los hombres libres, los prófugos. Los que han tenido reveses de fortuna; los que han arriesgado todo a una sola carta; los que una pasión romántica ha trastornado. Los primeros socialistas alemanes, los primeros místicos rusos. Los ideólogos a los que las distintas policías de Europa acosan; a los que la clase reaccionaria expulsa. Los pequeños artesanos, primeras víctimas de la gran industria naciente. Los falansterianos franceses, los carbonarios, los últimos discípulos de San Martín, el filósofo desconocido, y escoceses. Personas generosas y chiflados. Bandoleros de Calabria, patriotas helenos. Los campesinos de Irlanda y de Escandinavia. Individuos y pueblos víctimas de las guerras napoleónicas o inmolados por los congresos diplomáticos. Los carlistas, los polacos, los guerrilleros de Hungría. Los iluminados de todas las revoluciones de 1830 y los últimos liberales que abandonan su patria para ir a adherirse a la gran República; obreros, soldados, comerciantes, banqueros de todos los países, incluso sudamericanos cómplices de Bolívar. Desde la Revolución francesa, desde la declaración de la Independencia (veintisiete años antes de la elección de Lincoln a la presidencia), en pleno crecimiento, en plena expansión, nunca había visto Nueva York sus muelles tan invadidos y de manera tan continuada como entonces. Los emigrantes desembarcan día y noche, y en cada barco, en cada cargamento humano, hay al menos un representante de la fuerte raza de los aventureros.»