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O’DELL, Scott

La traducción española de La isla de los delfines azules deforma un poco la intención del autor, que concibió y presentó el relato de Karana como una historia narrada oralmente: Karana no tiene conocimientos suficientes para redactar unas memorias, pero en la traducción se añaden explicaciones y comentarios tipo «para que sepan los que me leen». Por otra parte, la parquedad y la precisión en las descripciones muestran el modo de ser de Karana; al «elevar estilísticamente» el texto —convertirlo en un lenguaje más culto que el original—, se pierde algo de la frescura de una narración hecha sin concesiones a la imaginación o a los recuerdos.

A pesar de todo, el acento conseguido es íntimo, nada enfático ni emocionalmente recargado. Refleja con acierto y contención los sentimientos de soledad, esperanza, y espíritu de superación. La narración, como la de su modelo Robinson, está en primera persona y es lineal. Toda ella está impregnada de un sincero amor a la naturaleza: «Los animales terrestres, los pájaros, son como la gente para mí ahora, aunque no hablen ni hagan otras cosas que nosotros podemos realizar. Sin ellos este mundo sería un lugar muy triste», declarará Karana. El punto de vista elegido impide cualquier deje irónico al mostrar cómo Karana se plantea desobedecer viejas leyes de su tribu, como las que prohibían a las mujeres fabricar y usar armas. O al presentar las costumbres de su pueblo: «Una tribu en la que todos tenían dos nombres, “el auténtico”, el de veras, que era secreto y raramente se usaba, y otro, digamos, “corriente”, para utilizarlo en el trato normal. Esto se hacía así porque si la gente usa su nombre secreto, acaba por desgastarlo, y luego pierde su magia». O´Dell deja en el lector un poso final de melancolía tranquila, de ingenuidad limpia, de valor y tenacidad realistas.

Entre las otras novelas de O´Dell, que también se basan en hechos históricos y se desarrollan en el mar y en la costa de California, destaca La perla negra, un relato contado en primera persona por el protagonista, que se inicia justo el día en que cumple dieciséis años y su padre lo hace socio de su empresa, y que pone por escrito un año después de los hechos. Desde el principio el narrador logra introducir al lector dentro de la historia y hacerle sufrir, gozar y temblar con él: «Era un sueño tan loco que tan sólo un hombre muy joven y muy tonto podía tenerlo. Sin embargo, tal como algunas veces sucede, aquel sueño se convirtió en realidad». Tiene pasajes magníficos: la escena de venta de la gran perla y la decisión final del padre de Ramón, la feroz persecución del Diablo Manta a Ramón y al Sevillano… Los personajes son creíbles y su personalidad está bien dibujada, en especial las del protagonista y de su rival. Al final, incluso al lector incrédulo le quedan, entretejidas, las sensaciones de admiración por el valor que demuestra Ramón Salazar y de respeto hacia las leyendas que conforman la vida de un pueblo.

La narración de Estrella Negra, Brillante Amanecer es fluida y ordenada. El estilo es lacónico, preciso y, cuando hace falta, informativo, sobre costumbres y modos de vida, o sobre animales y el tiempo tan inclemente de Alaska. La personalidad de la narradora es atractiva por por su sensatez reflexiva y su valentía sin aspavientos. Se dibuja bien, sin ningún exceso, el choque cultural entre el mundo esquimal y el mundo «blanco». Los incidentes de la carrera están bien descritos y se suceden con toda verosimilitud. Es un personaje magnífico el de Oteg, otro corredor esquimal, ya mayor, que ha competido más veces y que protege a Brillante Amanecer porque, a diferencia de sus hijas, sabe atender a sus consejos.

Los sonidos del oleaje

He aquí ejemplos de la nitidez de algunas descripciones de La isla de los delfines azules:

—«un hombre con unos ojos como piedrecitas negras. Tenía la boca como el filo de un cuchillo de piedra»;

—«las olas no hacían un gran ruido, apenas un chasquido suave al tropezar la canoa o pasar bajo ella. En ocasiones los sonidos del oleaje parecían indicar enfado, y en otros momentos daban la impresión de que a mi lado hubiera gente riéndose»;

—«el pulpo estaba flotando en la superficie, y podía ver perfectamente sus impresionantes ojos. Eran del tamaño de unas piedras pequeñas, y le salían de la cabeza, con negras pestañas y centros dorados. En el centro de cada ojo, una mancha negra. Me recordaban los de un fantasma que vi cierta noche en que llovía a cántaros y el rayo culebreaba insistente por los cielos»;

—«algunas veces creía escuchar sus voces (de mi hermana Ulape y mi amiga Tutok) en el viento y, frecuentemente, estando en el mar, el oleaje que batía contra los costados de mi canoa me daba la impresión de ser ellas llamándome».