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WILDER, Laura Ingalls

La popularidad que dio una conocida serie de televisión a estos relatos, además de ocultar la calidad de los libros que la inspiraron, puede dar una falsa impresión de su contenido. Así, tienen como característica notable la evolución del estilo: de ser simple e incluso ingenuo en el primer relato, como corresponde a la visión que tiene la pequeña Laura, aumenta su sofisticación de acuerdo con su crecimiento y con la supuesta edad del lector. Un segundo rasgo es el cuidado con que se describen los detalles de la vida ordinaria: el lector puede hacerse cargo de cómo eran muchas cosas materiales, de las actitudes con las que vivían y de las dificultades que debían afrontar aquellos hombres y mujeres. Y en cuanto al cliché que pervive en torno a la serie, es cierto que toda la narración está impregnada de un tono positivo y amable, pues se acentúan la seguridad que siente Laura estando con sus padres, el afecto de los niños hacia los animales, la solidaridad y espíritu de cooperación entre vecinos… Pero esta es la visión que los Ingalls procuran preservar en sus hijos, para defenderlos y para proporcionarles seguridad hasta que sean capaces de valerse por sí mismos, porque hasta el lector menos avispado puede adivinar las angustias de unas vidas siempre inquietas: lobos, indios, enfermedades, cuatreros, tumultos… Y, a lo largo de todos los relatos, se ve la lucha entre la visión de quienes pensaban que «el único indio bueno era un indio muerto», y a la misma madre los indios no le caen nada bien, y los que, como el padre, opinaban que «los indios serían tan pacíficos como cualquiera si se les dejaba en paz», sin dudar nunca, por supuesto, del derecho a ocupar las tierras. Y también, frente a la facilidad para rendirse de los hombres del Este, se nos habla del espíritu del Oeste, hecho de paciencia y perseverancia para enfrentarse a los imprevistos. De todos los libros, que van narrando episodios diversos que suceden cronológicamente, quizá sea El largo invierno el mejor, por ser el más tenso, aunque todos contienen escenas excelentes que logran encender el interés y la emoción: algunas debidas a peligros externos y otras causadas por rivalidades de niños o por las dudas interiores de la protagonista principal.

Otros dos libros que completan la serie

Se narra la infancia del que fue marido de Laura, Almanzo Wilder, en Un granjero de diez años (Farmer Boy, 1933); Barcelona: Noguer, 1995, 2ª impr.; 199 pp.; col. Cuatro Vientos; ilust. de Garth Williams; trad. de Josefina Guerrero; ISBN: 84-279-3224-3. Nueva edición en 2008; col. Noguer histórico; ISBN: 978-8427932241. [Vista del libro en amazon.es [1]]

Se cuentan las experiencias de Laura como maestra y el comienzo de su matrimonio, en Aquellos años dorados (These Happy Golden Years, 1943); Barcelona: Noguer, 2003; 224 pp.; trad. de Gabriel Sevilla; ISBN 10: 84-279-3255-3. Nueva edición en 2008; col. Noguer histórico; ISBN: 978-8427932555. [Vista del libro en amazon.es [2]]

No está de más señalar un detalle de falta de calidad en la edición española: algunos lectores agradecerían que, al igual que se incluyen en el primer libro las versiones originales de las canciones populares que se cantan en el relato, se hubiera hecho lo mismo en los demás.

Según la declaración de independencia…

Estos libros han pasado a formar parte de las bibliotecas escolares de los EE.UU. y han sido traducidos a tantos idiomas, porque recogen la mejor cara del espíritu de los pioneros norteamericanos, y por el estilo educativo que reflejan. Toda la narración está puntuada con las lecciones que va recibiendo y aplicando Laura, de corrección en el comportamiento unas, de actitudes de fondo ante la vida otras: sin duda, los padres de Laura, tal como se nos describen, merecen un diez…, al margen de que sus enseñanzas estén filtradas a través de un prisma muy, muy, norteamericano.

Cuando, en el segundo relato, muy cansada del largo viaje, protesta y exclama: «¡Pues yo quiero acampar ahora!», «Mamá le dijo: —Laura. Eso fue todo, pero significaba que Laura no debía protestar. Así que no volvió a quejarse en voz alta, aunque se rebelaba. Siguió sentada y protestó para sí». En otra ocasión en la que, mientras comen, Laura grita «¡Pajaritos, pajaritos!», la réplica es contundente: «Toma tu desayuno —le ordenó Mamá—. Y cuida tus modales aunque estés a cien kilómetros de la persona más cercana».

Su padre les insiste, una y otra vez, que deben obedecer estrictamente. Pero, en el tercer libro se cuenta que, con ocasión de una tormenta, no hacen lo que se les dijo y salen de la casa para traer leña… Cuando sus padres llegan, les dicen que no les han obedecido: «De pronto, papá soltó una alegre carcajada y mamá contempló sonriendo a Mary y Laura. Comprendía que debía perdonar su desobediencia porque habían obrado cuerdamente al entrar la leña, aunque tal vez no habían debido traer tanta. Pronto serían bastante mayorcitas para no cometer tales equivocaciones, y entonces sabrían que hacer. Ya no tendrían que obedecer a papá y mamá».

En El largo invierno, su padre dice a Laura que «tal como expresa la Declaración de Independencia, Dios nos creó libres. Esto quiere decir que tenemos que cuidar de nosotros mismos». «Yo creía que Dios cuidaba de nosotros», dice Laura. «Y así es», responde su padre, «siempre y cuando obremos bien. Y nos ha dado una conciencia y un cerebro para saber lo que está bien y lo que está mal, pero nos deja actuar como queramos. Ésta es la diferencia entre nosotros y todo lo demás de la creación».

En La pequeña ciudad en la pradera, después de una canción popular-religiosa cantada en una fiesta ciudadana, «la muchedumbre se disolvió pero Laura permaneció inmóvil. De pronto le asaltó un pensamiento singular. La Declaración de Independencia y la canción formaron una sola imagen en su mente: Dios es el Rey de América».