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URBINA, Pedro Antonio

Las escenas de infancia que se narran en La otra gente, comparables con algunas de cuentos de Antón CHÉJOV [1] o Katherine MANSFIELD [2], tienen el rasgo común de presentarse como momentos de aprendizaje de la vida que se identificarán como tales con el paso del tiempo. El protagonista parece ser el mismo siempre aunque cambien un poco los escenarios —en cualquier caso siempre rurales o vecinales en ciudades que parecen pequeñas— y las historias siguen un orden cronológico de más pequeño a más mayor. Su sensibilidad a flor de piel, tanto porque las cosas le afectan profundamente como porque tiene una gran capacidad de captar los sentimientos de alrededor, sirve al lector para entrar en su mundo interior de sufrimientos y gozos, pequeños para el lector pero grandes para el protagonista.

Los cuentos infantiles de los demás libros podrían alinearse con los de Peter BICHSEL [3] en Historias para niños [4] o con los de Fernando ALONSO [5] en El hombrecito vestido de gris [6], aunque no tienen el sentido del humor intelectual y realista-triste de ambos y parecen apropiados para chicos de menos edad lectora. El autor procura que las frases sean sencillas y que los diálogos sean continuos, pero no se dirige al niño como buscando su aceptación sino que deja discurrir los argumentos según su propia lógica. No son historias rotundas, no contienen incidentes o golpes de humor explosivos, no recurren al lenguaje de argot ni contienen referencias del momento conocidas por unos chicos lectores concretos. Son más bien relatos que intentan atrapar un trozo de vida cotidiana, en forma de pequeña fantasía o de narración sobre la vida ordinaria, que dejan un sabor positivo pero de un modo no concluyente, como la vida misma. Por eso, contrariamente a los relatos habituales en el mercado para estas edades, que tienen una vigencia corta, estos pueden ser duraderos en el tiempo aunque no tengan un respaldo mayoritario instantáneo.

Es una pena que las erratas en los libros de cuentos infantiles, en particular en el tercero de los citados, no hagan justicia a la calidad de la prosa. Debe indicarse también que las contraportadas subrayan el carácter educativo de los relatos: se indica que los cuentos de El titiritero miedoso tienen en común que fomentan la autoestima del niño y que El sabio del bosque se caracteriza por ser generoso con todos lo que lo necesitan; no se dice nada en La habitación maravillosa porque no ha debido ser tan fácil encontrar algo común en sus historias. A mi juicio esta clase de comentarios son engañosos: el lector que acuda a esos relatos con ese propósito se verá defraudado pues la intención del autor no es didáctica sino literaria y, por tanto, las conclusiones pedagógicas que se puedan sacar se desprenderán de la historia de modo indirecto.

Ese tonto tan tonto

Tanto en los relatos de La otra gente como en los demás cuentos, el autor es claro en sus narraciones y tiene una notable facilidad para que los diálogos de sus personajes suenen siempre bien. Pero en todo momento tiene una marcada voluntad literaria, como se puede apreciar en el comienzo de El payaso:

«Aquella enorme tienda. Y había colores y música. La lona tensa, en curva cónica, llena de postes rojos y cuerdas; y en el centro la pista, blanca.

Filas redondas de gente sentada. Sillas azules junto a la pista. Las más altas, de madera desnuda. Todos nerviosos, y los niños con los ojos fijos encantadoramente azules o verdes o negros, y la boca casi abierta o del todo abierta. Los niños.

De todo, entre todas las cosas, lo que más abría los ojos de los niños y abría la boca redonda era el payaso. El payaso de los pies largos y guantes de dedos enormes; el payaso de nariz gorda y roja; el payaso de un tirante y chaqueta con grandes cuadros de colores, larga. De todo, entre todas las cosas: el payaso. Ese amigo de color, esa risa, ese tonto tan tonto, esos golpes que recibía su cabeza de pelo de maíz; entre todas las cosas, de todo: el payaso».

Otro libro: El carromato del circo [7].