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FAULKNER, William

Faulkner escribió El árbol de los deseos para una niña, en 1927, en regalo por su octavo cumpleaños, pero no se publicó hasta 1964. Es una obra menor pero vale la pena conocerla pues, en ella, Faulkner se deja llevar por la ternura y la fantasía, abandona el tono y los mundos habituales de sus obras mayores, y pone su categoría de gran escritor, la riqueza de su imaginación y de su prosa para conseguir un objetivo ¿menor?, como es entretener a un niño. Y, de paso, hablarle de la importancia de no ser egoístas y pensar en los demás.

Los rateros, novela póstuma que recibió el premio Pulitzer, se desarrolla en el ambiente sureño habitual de las restantes obras de Faulkner. Así, una tarde de sábado podemos contemplar «el algodón y el trigo que crecía y se desarrollaba al sol; […] el espectáculo del ganado, de las mulas y caballos, que intuyendo, quizás, el sábado, se mostraban lánguidos y perezosos sobre los verdes pastos; […] la gente del campo, vestidos con sus mejores trajes domingueros, sentados en sus porches o en los umbrosos patios ante unos vasos de limonada o ante los restos de los helados que habían sobrado a la hora de comer». Es una narración lineal en la que se suceden los episodios humorísticos y no falta la tradicional visita «ingenua» a un prostíbulo, tan común en esta clase de novelas. Al modo de Las aventuras de Huck Finn [1], pero con el estilo propio de Faulkner, envolvente y repleto de frases subordinadas, el pequeño protagonista se plantea continuamente la moralidad de sus acciones, pero enjuiciadas en este caso por él mismo en su condición de padre que narra los sucesos a su hijo.

Decir no en el momento oportuno

Cuando Lucius siente la primera tentación de «robar» el coche, el narrador indica lo siguiente: «Cuando la gente mayor habla de la inocencia de los niños no saben lo que dicen. Si se les demuestra que no hay tal inocencia, sustituirán la palabra por el término ignorancia. No, el niño tampoco es un ignorante. No hay crimen que un niño de once años no haya podido prever. Su única inocencia consiste en ser demasiado joven para desear sus frutos, lo cual constituye más bien cuestión de apetito y no de inocencia; su ignorancia radica en el hecho de no saber cómo perpetrarlo, lo cual no es ignorancia, sino mera carencia de proporciones físicas adecuadas. Pero Boon ignoraba todo eso. Tenía que seducirme».

Efectuado el robo, al sentir su culpabilidad y ver que las cosas se complican, Lucius se dirige al «Único que puede controlar una crisis inesperada»: «¿No te das cuenta de que sólo tengo once años? ¿No te das cuenta de que me estás poniendo en situaciones de apuro, superiores a mis fuerzas?». Continúa con sus planes pero su inquietud interior no disminuye: «Musité para mis adentros, con absoluto convencimiento (creo fervientemente que fue con absoluto convencimiento, porque me lo he repetido infinidad de veces y aún me lo repito y, por tanto, desafío a que me lo refute cualquiera que no lo crea): “Nunca más volveré a mentir. Produce demasiadas preocupaciones. Es casi tan difícil mentir con éxito como lo es mantener en posición vertical una pluma de ave sobre un montón de arena sin que el viento la mueva. La mentira tiene principio, pero no fin. Jamás se tiene el menor descanso. Nunca acaba uno de mentir”».

Más tarde señala: «Me di cuenta de que acababa de empezar algo que ya no tendría fin. Mis mentiras no iban a concluir jamás, puesto que me vería obligado a continuar diciéndolas aunque sólo fuese para hacer verosímiles las que había expuesto con anterioridad, ya que nunca me encontraría desligado de ellas, ni siquiera de las primeras y más antiguas, de aquellas de las que había agotado todas sus posibilidades». Y a pesar de que hay momentos en los que piensa volverse atrás, se van sucediendo otros «delitos accesorios» que arrancaban del principal, del espontáneo e inocente robo del coche del abuelo.

Cuando todo se resuelve, su padre le da unos azotes y también recibe la lección del abuelo: «No debes olvidarlo. No se puede olvidar nunca nada. Especialmente cuando nada se ha perdido. Cualquier experiencia tiene demasiado valor para ser olvidada. […] Un caballero […] acepta la responsabilidad de sus actos y carga con las consecuencias, aunque cuando no haya asumido la iniciativa y se haya limitado a jugar un papel pasivo, en lugar de decir NO en el momento oportuno». Lucius se echa a llorar, y su abuelo le dice: «Los caballeros también lloran cuando hay que hacerlo, pero siempre se lavan la cara». Y continúa el narrador: «Me daba cuenta de lo que el abuelo había querido decir: que el ambiente, el mundo que le rodea a uno, no es más que un lugar donde vivir, donde dormir y donde comer, pero que nada tiene que ver con la propia e íntima personalidad de uno ni con lo que hace».

Otros libros: el relato corto El oso [2]; la recopilación de sus Ensayos y discursos [3].