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SOYINKA, Wole

La narración es clara excepto en su primer capítulo: tal vez el autor deseaba sugerir la confusión propia del bebé que era. Luego todo el desarrollo es lineal salvo un tramo donde se produce una incursión en el momento actual que parece incoherente. La edición está poco cuidada: los tiempos verbales de algunas frases no encajan, hay párrafos que podrían estar separados de otro modo, el apéndice final de vocabulario y explicaciones es pobre.

Salvados esos inconvenientes el relato en sí mismo es magnífico. Es rico en incidentes llenos de sentido del humor. Los personajes adultos son tan interesantes para el lector como fascinantes para el narrador. Tienen gran viveza las coloristas descripciones de ambientes así como las de momentos de dolor e incluso de crueldad en algunos comportamientos.

El texto hace notar las dificultades del pequeño Wole para comprender la irracionalidad de los adultos y revela con gracia la lógica propia de los niños: mi hermana «Tinu y yo habíamos rechazado hacía tiempo la historia de que la música que salía del gramófono la hacía un perro amaestrado para cantar que estaba encerrado dentro de la máquina. Nunca veíamos que nadie le diera de comer, de manera que hubiera tenido que morirse hace tiempo».

El relato muestra el progresivo descubrimiento del mundo por parte del protagonista, un gran lector desde pequeño. Las conversaciones con su abuelo en el pueblo le hacen caer un poco en la cuenta de la mezcla de culturas en la que vive y los choques que trae consigo la modernización de su país. Al final de su relato participa, expectante y curioso, en una ruidosa protesta de las mujeres contra las autoridades locales.

El lector se queda con la impresión de haber conocido un mundo vivo y cálido, en el que los padres están siempre vigilantes y son afectuosos en las correcciones —aunque a veces parezcan duras para nuestros estándares—; en el que nunca falta una hospitalidad atenta —que no impide dar al inoportuno la lección que merece—; y en el que todas las personas son observadas con simpatía, como el profesor con «una forma de andar que sugería una gallina interrumpida en el acto de picotear el maíz que le habían tirado», o el Oficial de Distrito, blanco, que se le queda «el cuello y la cara de color casi de remolacha».