- Bienvenidos a la fiesta - https://bienvenidosalafiesta.com -

LONDON, Jack

A London no le importa tanto la forma como el contenido. Estuvo un año escaso en Alaska y en el noroeste del Canadá, por lo que una parte de lo que cuenta en torno al Gran Norte será inventado o de segunda mano y de ahí que cometa inexactitudes, y se confunda de perros y de trineos. También la trama será un elemento casi irrelevante respecto a la búsqueda de coherencia de los personajes. Lo que finalmente importará es la belleza del relato, el estilo fogoso y la plasticidad del lenguaje al servicio de unas historias rápidas y violentas, en las que predomina la narración y escasean los diálogos.

Sus animales protagonistas se presentan con rasgos antropológicos: hoscos, haraganes, honrados, prudentes… El crecimiento de Buck y de Colmillo blanco es presentado, más que como un proceso de maduración, como una lucha épica en la que van haciéndose duros y fortaleciéndose ante las adversidades. Sus vidas son como unos combates darwinistas por la vida, en donde siempre queda clara la superioridad de la vida en plena naturaleza sobre la vida civilizada. A través de sus protagonistas, London deja ver su visión de las cosas: así, por ejemplo, durante su vida en el campamento, Colmillo Blanco «conoció la injusticia y la avaricia de los perros más viejos con la carne o el pescado que se les arrojaba para alimentarse. Se dio cuenta de que los hombres eran más justos, los niños más crueles y las mujeres más amables y más propicias…». Y es que la declarada ideología socialista de London no le impedía tener un claro sentido elitista, ni que su acento cuando hable de los hombres sea bronco y crudo.

Estas características las tienen también los relatos recogidos en La quimera del oro. London empezó imitando a KIPLING [1], pero alcanzará una fuerza incluso mayor en esas pequeñas historias, cuidadosamente montadas y resueltas, que presentan bromas crueles del destino, la capacidad del hombre de adaptarse a condiciones adversas, el instinto de supervivencia que conduce de regreso al salvajismo… En ellas se manifiesta la eficacia y la contundencia de la prosa sobria de London, poética cuando describe el paisaje, directa y clara en los momentos de acción; y brilla su talento para producir en el lector los mismos sentimientos de ansiedad y desesperación ante los peligros que sufren sus protagonistas. Con frecuencia London logra héroes inolvidables para quienes todo el romanticismo está en la lucha y no en la meta. Unas veces les da nombre, como al cruel Black Leclère de Diablo (historia que también tituló Bâtard), el patético David Rasmunsen de Las mil docenas, o la resuelta Edith Nelson de Lo inesperado; otras son personajes innominados, como el buscador metódico y calmoso de El filón de oro, «un hombre de tez arenosa»; el vagabundo valientemente desesperado de Amor a la vida; o el novato insensatamente ignorante de La hoguera.

El perdón es para climas suaves


Uno de los momentos más intensos de La llamada de lo salvaje es la pelea entre Buck y Spitz, el jefe de los perros, un luchador experimentado, «capaz de una rabia feroz, pero no ciega», cuya «pasión por vencer y destruir nunca le impedía olvidar que su enemigo sentía la misma pasión por vencer y destruir», que «nunca embestía hasta que no se sentía capaz de aguantar una embestida, nunca atacaba hasta que no podía afianzar ese ataque». Pero a pesar de ir ganando el combate con Buck, éste «poseía una cualidad que suplía la capacidad: imaginación», y con un ardid logra primero que sus dientes se cierren sobre la pata izquierda de Spitz, «se oyó un crujido de huesos rotos», y luego le quiebra la pata derecha… Buck será inexorable: «El perdón quedaba relegado a climas más suaves».

La saliva crujió

En las obras de London, a menudo el ambiente es el antagonista. En La hoguera (To Build a Fire, 1908), uno de los cuentos recogidos en La quimera del oro, nos dice London del protagonista que «era rápido y agudo para las cosas de la vida, pero sólo para las cosas, no para su significado». Y, continúa, «al volverse para seguir adelante, escupió meditabundo. Un chasquido agudo y explosivo le sorprendió. Escupió de nuevo. Y de nuevo, en el aire, antes de caer en la nieve, crujió la saliva. Sabía que a cincuenta bajo cero la saliva cruje en la nieve, pero esta saliva había crujido en el aire. Sin duda hacía más de cincuenta bajo cero». London compara, una vez más, el comportamiento humano con el animal: «El perro se encontraba abrumado por el tremendo frío. Sabía que no hacía tiempo para viajar. Su instinto le contaba una historia más veraz que la que contaba al hombre su propio juicio. […] El perro no entendía de termómetros».