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SCOTT, Walter

Walter Scott está considerado el padre de la novela histórica moderna y, sin duda, su influencia posterior es enorme. Los fundados reproches que se le han hecho —negligencia en el estilo, novelas mal estructuradas, tono folletinesco, diálogos algo grandilocuentes, romanticismo nacionalista—, quedan ampliamente compensados por su dominio del arte narrativo: clima de suspense, vigor de los diálogos y, sobre todo, profundidad en la comprensión de la naturaleza humana. A pesar de sus predilecciones aristocráticas, supo conferir a los personajes más humildes sentimientos ardientes y generosos, y conseguir, con ellos, sus mejores caracterizaciones. Decía CHESTERTON [1] que Scott consideraba «la retórica, el arte del orador, como el arma natural de los oprimidos […]. Los mejores y más dramáticos efectos de sus novelas los consigue casi sin excepción haciendo que cualquier figura grotesca o miserable se yerga de pronto, poseída de orgullo humano y magnificencia retórica». Un ejemplo de tal elocuencia puede verse cuando, en Ivanhoe, Lady Rowena responde así a las pretensiones del turbio De Bracy: «La cortesía en las palabras, cuando es utilizada para ocultar la bajeza de una acción, no es sino el cinto de un caballero alrededor del pecho de un miserable payaso. No me extraña que la moderación parezca mortificaros; mejor hubiera sido para vuestro honor que hubierais imitado la vestimenta y el lenguaje de un forajido en lugar de ocultar vuestro propósito bajo la afectación de la retórica y las maneras galantes». Y puede apreciarse también en la soltura con que cualquier personaje de El talismán puede dictar sentencias llenas de sabiduría: «La traición sólo en contadas ocasiones convive con el valor», afirma un guerrero musulmán; «más fácil sería encender una antorcha bajo la lluvia que hacer brotar una chispa de un cobarde de sangre helada», dice el mismo Ricardo Corazón de León; «vale más que un hombre sea servidor de un amo bondadoso que esclavo de sus pasiones furiosas», concluye el médico árabe.

Scott tenía gran conocimiento de la historia de Inglaterra y Escocia de los siglos XVI y XVII: sus novelas ambientadas en esa época eran más fieles a la realidad histórica que las que situó en la Edad Media. Él mismo lo reconoce en su introducción a Ivanhoe pero, como buen romántico, daba gran importancia a la emoción y para él las pasiones eran tan importantes como las fechas, valoraba mucho lo folclórico y toda tradición oral y escrita, algo que se aplica también a la natural antipatía que sentía hacia el catolicismo y que se percibe con nitidez en Rob Roy. Dicho de otro modo: supeditaba la verdad histórica al interés novelesco. Esto se nota, por ejemplo, en su magnificación de una figura histórica más que dudosa, como la de Ricardo Corazón de León, tanto en Ivanhoe como en El talismán. No obstante, su documentación era grande y, en sus novelas abundan los detalles sociológicos que aportan verosimilitud. Por otra parte, lo que importa más es su aliento épico, su capacidad de crear héroes con los que tan fácil es identificarse, y personajes menores rebosantes de simpatía y chispa; sus dotes para engarzar descripciones de gran lirismo con choques dramáticos intensos; su elogio encendido de valores como el honor, la fidelidad, el respeto entre personas, razas y religiones distintas… Y, siempre, párrafos geniales que destilan humor irónico —«en cuanto a las lágrimas de dicha, seguramente las sacaba el truhán de ese noble manantial de emociones llamado borrachera»—, y donde salen a escena ardientes personajes shakespearianos de arrebatadora elocuencia —«la sangre circulaba por mis venas como torrente de fuego líquido»—, ejemplos tomados de Rob Roy.

Secundarios brillantes

Ivanhoe es un personaje principal poco lucido, pues pasa media novela herido y no está presente cuando suceden muchas cosas. Por esto el centro del interés están en los otros héroes; en las dos heroínas, Lady Rowena y Rebecca de York; y en algunos secundarios muy atractivos, como el loco Wamba y el porquero Gurth, (imitación de Eumeo, porquerizo de Ulises en La Odisea), de quien el narrador dice que «en la inclinación de su cuerpo, doblado hacia el suelo, se advertía cierto aire de abatimiento que podría interpretarse como apatía, si no fuera por el brillo ocasional de sus ojos, que parecían despertar mostrando, bajo la apariencia de un resentido desaliento, el sentimiento de la opresión y la disposición a la resistencia». Es igualmente vivísima la pintura de malvados como el prior Aymer, «cuyas facciones podrían ser calificadas como bondadosas si no fuera porque, bajo sus párpados, se ocultaba astutamente el centelleo hedonista de sus ojos», o el templario Brian de Bois-Guilbert, un «voluptuoso sin principios».

Con estruendo de tempestad

Scott alcanza su culmen en la narración vibrante de los combates: «En cuanto las trompetas dieron la señal, los campeones salieron de su puesto a la velocidad del rayo y se encontraron en mitad del terreno con un estruendo de tempestad. Las lanzas se hicieron trizas con el golpe y hubo un momento en que pareció que ambos caballeros habían caído, ya que en el encuentro los dos caballos doblaron los cuartos traseros. Gracias a la destreza de los jinetes se hicieron de nuevo con los caballos, utilizando las espuelas y las bridas; se miraron por unos instantes con ojos que parecían echar chispas a través de las viseras y, dando la vuelta a los encabritados caballos, volvieron a sus puestos, donde los escuderos les ofrecieron una lanza de repuesto».

Héroes elegantes y corteses

El talismán, una historia más lineal y directa donde la trama está mejor llevada, y los actores principales mejor definidos, que en Ivanhoe, tiene un comienzo particularmente brillante: la pelea y la reconciliación del cruzado protagonista con el sarraceno en un oasis solitario. Scott dice de Sir Kenneth, el Caballero del Leopardo Yacente, que «la naturaleza, que había modelado sus miembros con una fuerza inaudita capaz de tolerar la cota de malla con tanta facilidad como si hubiera sido tejida con telarañas, le proveyó de una salud tan robusta como sus miembros. […] Bajo la apariencia de un reposado e imperturbable semblante se caracterizaba por el altivo y entusiasta amor a la gloria, que era el más importante atributo de la famosa raza normanda y que había hecho de ellos los dominadores de todos los rincones de Europa a los que habían llevado sus aventureras espadas». Del comportamiento del cruzado y del árabe, Scott concluye que «los dos eran muy corteses; pero la cortesía del europeo parecía proceder del elevado concepto que se había formado de los demás, mientras que, por el contrario, la del sarraceno nacía del elevado concepto que no dudaba que los demás se habían formado de él».

Más información

Hay un análisis de las cualidades y los defectos de Scott en una obra primeriza de Chesterton: Twelve Types [2], en el capítulo titulado «The Position Of Sir Walter Scott» (que aparece también en Varied Types [3], la misma obra pero ampliada con otros textos).

En ella se afirma que, ciertamente, Scott era desigual y caótico, algo que se debía, en parte, a su concepción de los relatos: para él no eran como píldoras que uno toma sino como vasos de Oporto que uno saborea con calma y disfruta desde que se comienzan a servir hasta el momento en que se beben. Por esa razón también les ponía interminables prefacios y extensas introducciones, de igual modo que algunos arquitectos planifican largas aproximaciones a puertas colosales por las que se accede a mansiones enormes.

Además, contra quienes piensan que una novela de aventuras debe acelerarse pasando rápidamente de un incidente a otro, Scott pensaba que buena parte del atractivo de una novela de aventuras está en presentar calmosamente todos los pormenores previos: igual que para un lector joven, para él tenían importancia los rasgos propios de los materiales, la belleza física de una espada, el misterio y la amplitud de un castillo…

Chesterton se detiene también en explicar el gran valor que daba Scott a la elocuencia, un don que distribuye con imparcialidad: puede negar el triunfo al malvado pero lo tratará seriamente y le dejará decir lo que desea decir. Y si en contrapartida, eso hace que algunas heroínas puedan resultar pedantes pues responden como si fueran Samuel Johnson, eso es debido a que, como para muchos de sus contemporáneos, para Scott «la mujer» no era un individuo sino una institución.

Otras obras: El pirata [4], Quintín Durward [5], El corazón de Midlothian [6].

Nota:
Los textos de Chesterton que se mencionan más arriba, entrecomillados, están en su ensayo biográfico Charles Dickens (1906). Valencia: Pretextos, 1995; 210 pp.; trad. de Emilio Gómez Orbaneja; ISBN: 84-8191-052-X. Ese libro está reseñado en la voz de Dickens [7].