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CÁRDENAS, Magolo

Celestino y el tren es un buen ejemplo de cómo se pueden aunar varios objetivos a la vez en un sólo relato: tiene un argumento ameno, es informativo sobre tiempos y oficios del pasado, muestra el aprendizaje del narrador, tiene acentos patrióticos… Quizás la clave sea que la escritora ha logrado un narrador simpático que sabe a su vez hacer gracioso al burro, cuya flojera e indolencia describe bien, y que sabe transmitir al lector sus sentimientos: apego a Celestino, ilusión al comenzar a cumplir con su oficio de arriero, orgullo ante las cualidades de su padre, lo que piensa cuando oye cosas que no entiende, dolor de su padre cuando al ver el tren se da cuenta de que su oficio morirá, asombro en la ciudad de México, sentido de responsabilidad cuando el encargo queda en sus manos… Pero, además, no pierde nunca de vista el hilo argumental básico y no sobrecarga la narración sino que cada cosa sale a su debido tiempo, en su contexto y en la boca más adecuada.

No era el único Noé es un relato corto, ingenioso y bien contado, que sorprende y divierte. En la primera edición mencionada, al llegar cada barca, una ilustración a doble página, en blanco y negro pero con manchas de color, contiene muchos animales de cada zona. La segunda tiene formato de álbum ilustrado y combina ilustraciones coloristas de distintos tamaños, en las que se aprecian aires aztecas e influencias de las pinturas muralistas mexicanas.

El plateado

En Celestino y el tren son muchas las descripciones locales coloristas. Normalmente son cortas, como ésta de la primera hora en la ciudad: «Lecheros, atoleros, vendedores de periódicos, marchantas que vendían cecina. Cada uno gritaba a su modo: pilludito y largo unos, seco y como enojado otros». Pero a veces son un poco más extensas, como la del asalto que sufren los protagonistas: «Era la banda de los Río Frío. Al frente de ellos venía un plateado, como se les llamaba a estos bandidos elegantes que siempre eran los jefes de la banda. Los botones colgantes de su pantalonera sonaban como cascabeles, mientras que su caballo estaba como encabritado. La silla que montaba brillaba y relumbraba con los rayos del sol que caían sobre los chapetones de plata y las riendas que parecían cadenas del mismo metal. El caballo caracoleaba y entonces alcancé a distinguir el águila bordada en oro que llevaba en la espalda de su chaqueta y el sombrero lleno de adornos. Los otros, sus compañeros, estaban nomás parados detrás de él, como esperando sus órdenes. El plateado tenía un rostro duro y nos miraba hacia abajo sabiendo, como en todos sus robos, que estábamos muy asustados».