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JIMÉNEZ, Juan Ramón

Juan Ramón Jiménez escribió Platero y yo en una época en que, según él, su lírica se vistió de ropajes y tesoros fastuosos. No cabe calificar de novela o de cuentos a estas estampas idílicas que recuerdan a una égloga clásica tamizada por la melancolía romántica, sino más bien de poesía a pesar de la forma prosística. Juan Ramón logró dar forma literaria a esa «magia melancólica» que, según un personaje barojiano, tienen los sucesos del pasado cuando los recordamos. Su admirado BÉCQUER [1] había dicho que «tan sólo a algunos seres les es dado conservar la memoria viva de lo que han sentido», pero es más exacto llamar poeta a quien traduce en palabras esa memoria viva. Platero y yo no es más (ni menos) que la recuperación literaria del particular paraíso perdido del autor. Bien puede decir que el alma de Platero subió al cielo: Platero es el niño que él fue, ido para siempre, pero presente de algún modo.

Se puede decir que Platero y yo es un libro para niños, porque la educación de la sensibilidad es tan importante (como mínimo y por ejemplo) como la educación vial. Pero es también un libro para adultos, porque ellos tienen ya también su paraíso perdido y (al menos alguna vez) sienten o sentirán lo que sintió Juan Ramón.

Los interesados en promover un acercamiento de los más pequeños a la poesía del autor pueden utilizar la tercera edición citada. En ella, en formato grande, pasta dura y con magníficas ilustraciones, se incluye una selección de poemas que van agrupados en bloques temáticos titulados Pájaros, Campos, Noches, Niños, Amores.

Hogueras de oro

Juan Ramón transfigura el paisaje moguereño al insuflarle su propia alma: el mundo exterior deja de ser objetivo para ser un mundo en comunión con ese único ser que constituyen «Platero y yo». Juan Ramón no puede evitar a veces cierta «invasión de la realidad»: «¡Sí, sí, cantad niños pobres! Pronto, al amanecer vuestra adolescencia, la primavera os asustará, como un mendigo, enmascarada de invierno». Pero en seguida la ahuyenta: «Vamos, Platero…», y busca y consigue que todo irradie encanto: los colores, «como si todo el azul fuera de cristal», «el vasto cielo fue como un zafiro transparente trocado en esmeralda», «la débil iluminación amarilla de mi cuarto», «la mano, nardo cándido», «los árboles alumbran como suaves hogueras de oro»; los sonidos, los olores, y, sobre todo, las imágenes: «El trigal goteado de sangre de amapolas que ya julio coronaba de ceniza», «las marismas ceñidas de oro con el sol en sus espejos rotos», «(sus ojazos) en que el sol brilla, pequeñito y chispeante en un breve y convexo firmamento negro», «rosas de papel de seda, con sus cuatro lágrimas de carmín».