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GUILLOT, René

Guillot pormemoriza las costumbres del pueblo kiang y el comportamiento de los animales que habitan en la jungla india: desde los retozos del rebaño de elefantes al bañarse —«se sentaban sobre sus patas traseras en lo alto de la pendiente que descendía casi a pico hacia la charca […] y se dejaban resbalar como bloques rocosos, formando profundos surcos en el barro»—; hasta el paso de las temibles hormigas rojas —«el torrente pasa y millones y millones de mandíbulas voraces arrancan cada una una migaja de carne a la víctima que es así devorada. El espantoso pueblecito sólo deja sobre la maleza un esqueleto despojado hasta los huesos»—.

El estilo de Guillot es terso y vibrante, lleno de trazos coloristas óptimos para un marco exuberante. Con fuerza expresiva, se mantiene tenso el hilo de un relato que tiene lugar en un mundo implacable, colérico y cruel. Guillot emplea recursos habituales de la novela de aventuras: Raani monta un caballo formidable, Ispahir, «capaz de mantener durante horas la marcha de su potente galope de caza sin desfallecer»; tiene un amigo fiel, el muchacho de los cabellos de fuego, Rao; le aguarda una chica preocupada, Tanit; sus enemigos son poderosos y malignos; no le falta un consejero sabio, el viejo Nag, «el hombre que mejor conocía la jungla, sus trucos, sus traiciones y sus animales» que cuando habla va y sentencia: «“En el principio, dijo, era la jungla”. Nag era viejo, siempre comenzaba desde el principio»…

Sus ojos brillaban con inmóvil llamarada

Los obstáculos más peligrosos para Raani no están en la jungla, como podemos intuir cuando el narrador nos advierte que «Tidji Kan, el padre de Raani, amaba a los humildes. Enfrente, el clan de las castas altas. En primer lugar, los sacerdotes». La descripción del gran sacerdote Palkar Palal no dejará lugar a dudas: un hombre «de talla inmensa y algo encorvado. Su alta y huesuda figura quedaba enmarcada por una barba cortada al ras, aún muy negra. Tenía ojeras, su mirada era sombría como los pájaros de presa y sus ojos brillaban con inmóvil llamarada. En su rostro descarnado, los pómulos agudos tensaban la apergaminada piel de color gris bronceado. Una extraña irradiación emanaba de aquel rostro apagado en el que no se movía ni un músculo».

Erguido en la trompa de Cheitane

Las habilidades de Raani son incontables. Entre otras, es capaz de modular «el silbido mágico, la voz de la serpiente que hiela de espanto a todas las bestias de la jungla, incluso al señor tigre». Aclamado como jefe de su pueblo, desfilará por Galaad, la capital del reino: el narrador describe cómo, «erguido en la punta de la trompa que se levantaba sobre todas aquellas cabezas estiradas hacia él, Raani proseguía su marcha triunfal, conducido bajo el sol por la inmensa bestia de colmillos rodeados de cobre, Cheitane, el señor de la jungla». Y aunque Raini sentirá un estremecimiento al escuchar «la voz que hace temblar a todas las manadas de la espesura, la voz que detiene en plena carrera a los antílopes, los alces y los búfalos, y siembra el pánico hasta entre los elefantes que avanzan por lo más profundo de la selva», conseguirá restablecer la alianza de su pueblo con Sharka.