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SALGARI, Emilio

La acción es lo constitutivo del género de aventuras: el ritmo ha de ser trepidante, sin concesiones, sea en el mar, sea en la selva, sea en la ciudad. Pero la organización de los sucesos responderá también a exigencias estructurales de simetría y de coherencia de todo el relato. Además, cada suceso deberá mostrarse también como excepcional, más allá de la realidad cotidiana o capaz de transformarla en algo distinto o inesperado.

Las novelas largas de Salgari son el ejemplo. En sus malabaristas y trabados argumentos se sucederán abordajes, naufragios, exploraciones, traiciones, persecuciones, siempre motivados por un salvamento o una liberación que hay que realizar, por una venganza o una reparación debida al propio honor, o por un descubrimiento o una conquista. El héroe de Salgari es siempre absolutamente noble, leal, valiente y preparado en todo momento para la dificultad. Y, además, es inmortal, pues como el narrador se encuentra de parte del héroe, el lector adquiere la seguridad de que los enemigos van a recibir el tratamiento merecido por haber osado enfrentársele.

Los personajes, planos y netamente configurados en sus papeles, son, algunas veces, un amigo y ayudante fiel; una joven de «magníficos cabellos», «níveo cuello», etc.; adversarios leales y caballerosos de «músculos de acero»; y enemigos implacables nada leales y nada caballerosos, que pueden ser una persona o un país (Inglaterra, para Sandokán; España para El Corsario Negro). De fondo, un coro de figuras indistintas que se mueven «como un solo hombre»: los tigres de Mompracem o los filibusteros «fecundos en astucias».

Salgari debía escribir muy rápido y renunciar a releer y corregir: invertía todo su tiempo en documentarse sobre los lugares donde sucedían sus novelas. Pero si es cierto que no es un buen modelo literario, también lo es que su fantasía es inacabable, que tiene un inusual talento para narrar creando suspense con un ritmo trepidante, y que sabe dejar finales abiertos que propician una continuación esperada. Por otra parte, su vocabulario es rico y variado: náutico, bélico, científico y descriptivo cuando describe la fauna o la flora, culto cuando hablan unos y vulgar sin grosería cuando hablan otros, aunque hoy nos haga sonreír escuchar que unos coléricos piratas exclaman: «¡Ah, tunante!», «¡Relámpagos!», «¡Truenos!», etc.

Cabe señalar, como indican los autores del epílogo a Los tigres del mar y otros cuentos, que Salgari da de sí lo mejor cuando hay «naufragios, tempestades, huracanes, tifones, ciclones, trombas de aire marino, bonanzas, cristalizaciones de hielo», o cuando narra combates navales «y los vencidos pierden su embarcación y naufragan en islas salvajes, o se pierden en la inmensidad de las aguas»… Y si, con la mirada de hoy, juzgamos enseguida que a Salgari le sobran diálogos retóricos y descripciones enfáticas, y que sus argumentos son lineales y previsibles, cualquier lector desprejuiciado también debe reconocer que sus relatos tienen el alma y la intensidad que hoy echamos de menos en tantos textos mejor escritos, y que a Salgari le sobran ideas para componer episodios emocionantes. Por eso se le puede leer con gusto y agradecerle los acentos entusiastas propios de tiempos más aventureros.

Rostro marmóreo, sonrisa desdeñosa

El Corsario Negro viste con «rica casaca de seda negra, adornada con encajes también negros, así como las vueltas de piel; el calzón, de la misma tela y tono que la casaca, estaba ceñido por una amplia faja franjeada; calzaba altas botas a la escudera y cubría la cabeza con un amplio sombrero de fieltro, en el cual lucía una gran pluma negra que le caía sobre la espalda». Su aspecto es algo fúnebre, su rostro es pálido, casi marmóreo; pero «los ojos, de perfecto diseño y negros como carbones, se veían animados por una luz tal, que en ciertos momentos debían asustar incluso a los más intrépidos filibusteros de todo el golfo». Llevará «la mano izquierda puesta fieramente en la empuñadura de la espada». Y ante los desafíos, o ante una bala de cañón que le pasa cerca, «una desdeñosa sonrisa se dibuja en los labios del temible hombre de mar […], saludo despreciativo para aquel mensajero de la muerte».

El vertiginoso voltear de las espadas

Son vivísimas las escenas de los combates. A su contrincante en un duelo, «el Corsario, esbelto, ágil, de mano rapidísima, no le dejaba un solo momento de tregua. […] Su espada le amenazaba constantemente. Le obligaba a continuas paradas. La brillante punta relampagueaba por todas partes, batía el hierro del aventurero y le arrancaba chispazos. Se metía a fondo con una velocidad tan grande que le desconcertaba. Al cabo de dos minutos y a pesar de su fuerza, poco menos que hercúlea, el aventurero comenzó a resoplar y a romper la guardia. […] En cambio, el Corsario parecía que acababa de desenvainar la espada. Saltaba hacia adelante con una agilidad de jaguar. […] Tan sólo la mirada ardiente y sombría que brillaba en sus ojos, denunciaba su cólera. Ni un sólo instante los apartaba de su adversario, como si pretendiera fascinarle y turbarle». Los espectadores de sus peleas, siempre admirados, contemplarán «tajos a derecha e izquierda con un furor sin igual y con la rapidez del relámpago», pero difícilmente pueden «seguir con la vista el vertiginoso voltear de las espadas».

En ocasiones, el Corsario Negro deberá enfrentarse a muchos. En uno de sus fieros combates navales, veremos cómo «la hoja silbaba como una serpiente, batiendo y rechazando los hierros que intentaban alcanzarle en el pecho. Hería a diestro y siniestro. Nadie podía resistir aquél brazo ni parar sus estocadas. En derredor suyo se abrió un hueco y se encontró de pronto en medio de un montón de cadáveres, puestos los pies en la sangre que corría a torrentes por el plano inclinado de la cubierta».

Inconmovible, superdotado, desafiante

El Corsario querrá pilotar personalmente su barco en la tormenta, «inconmovible entre las furias del viento, impasible entre el agua que le inundaba, desafiaba con intrepidez la cólera de la Naturaleza, los ojos relucientes y la sonrisa en los labios. […] Los rayos se cruzaban en derredor de él, trazando laberintos de fuego. El viento le embestía, arrancándole a pedazos la pluma que adornaba su sombrero. La espuma le cubría a veces, luchando por derribarle. Los truenos, cada vez más horrísonos, le ensordecían. Pero él permanecía inmóvil y seguro en su puesto, guiando el barco a través de las olas y las ráfagas del huracán».

Y en tierra cualquier ambiente será el suyo. Como si hubiera vivido desde niño en la selva, «en su marcha a través del bosque no producía el más mínimo ruido. Pasaba sobre las capas de hojas sin hacerlas crujir, separaba las ramas sin inclinarse; gateaba por entre las lianas sin moverlas de sitio, y se deslizaba como un reptil por entre las raíces. Ni las largas fatigas ni las privaciones habían quebrantado aquel organismo superdotado».

Formulará juramentos terribles, «por Dios y por estas ondas, nuestras fieles compañeras…!» que estremecerán, con «un escalofrío de terror», a los curtidos filibusteros. Y sus declaraciones, un pelín altisonantes, siempre son formidables y enérgicas: «¡Aún me queda la venganza!»; «¡Yo no mato a traición, porque soy un noble, un caballero!»; «¡El Corsario negro no ha faltado jamás a la palabra empeñada!»; «¡El Corsario negro vence, pero no asesina!»; «Yo voy a desafiar a la muerte, ése es mi Destino». Uf.