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CELA, Camilo José

En La rosa no prima el desgarro habitual en Cela. Aquí, su indudable maestría en el uso del lenguaje, su prosa precisa, se pone al servicio de la evocación agradecida de sus padres y de las amistades de su niñez, personajes amables y nada broncos. Las descripciones locales de la Galicia natal, de su Iria Flavia-Padrón, tienen sabor, frescura, un cierto tono poético, y un humor cordial y reflexivo: «A los cerdos los visitaba poco por tres razones: porque me daban miedo, porque no me resultaban muy simpáticos y porque me remordía la conciencia pasar por delante de ellos, tan inocentemente confiados, tan estúpidamente ignorantes del horrible fin que les esperaba. Ser hombre, pertenecer a la especie humana, produce, con frecuencia, muy hondos y muy amargos remordimientos de conciencia en los niños».

Yo me porté mal, muy mal

Los destinatarios del relato de Cela no son los jóvenes sino «los estudiosos de los raros recovecos de la cabeza del niño y del adolescente», según él mismo señala. Dentro del tono positivo mencionado, Cela manifiesta su desacuerdo con utópicas visiones angelicales del niño. Y así, con ocasión de una trastada, advierte que «el corazón del niño es un abismo en el que cabe todo —lo abyecto y lo sublime, lo estúpido y lo genial, lo demoníaco y lo angélico, lo nítido y sereno y lo nerviosamente confundido y manchado— y todo revuelto: de ahí su delicada y subyugadora monstruosidad. Un abismo, se lee en el Libro de los Salmos, llama a otro abismo. El abismal corazón del niño sólo escucha el eco de su propia voz, ese aullido capaz de derribar montañas, retumbando sobre las paredes de su propio y mismo corazón, esa olla de hierro o de cristal que ni empieza, ni acaba, ni se explica. Sí, yo me porté mal, muy mal, aunque no faltaron, claro es, palabras que se alzaran en disculpa de lo que no tenía perdón».