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IBARBOUROU, Juana de

En la misma línea de El cántaro fresco (1920), una especie de poema en prosa donde la autora indica los estímulos presentes en su creación poética, la autora escribió Chico Carlo. Compuestos con «la melancolía de las evocaciones», «con la fuerza de lo que se ha sentido y vivido», el conjunto de los cuentos de Chico Carlo «es, salvando todas las distancias artísticas, el Platero y yo de este hemisferio», afirma Ibarbourou en su Autobiografía lírica. En los hechos que narra con un lenguaje rico, preciso y bienhumorado, se hacen presentes la ternura y el «instinto piadoso de venda y bálsamo» que luego serán característicos de su obra poética y de su modo de ser. Son particularmente atractivos los dos cuentos con su agreste amigo Chico Carlo de protagonista, aunque todos tienen encanto y una fuerza inesperada, que se deriva en gran parte de una penetración fuera de lo común en el alma del niño: un ser en el que «todo es novedad, hasta el dolor fugitivo», en cuyo mundo «las bestias tienen una importancia fraterna», cuya «imaginación es fácilmente sofocada por el estómago, amo imperioso»…

En una crítica situada en esta edición se juzgan estos relatos como «experiencias infantiles que los niños leen como cuentos», y también como «islas de reencuentro con el amor para los adultos». Parece más acertado esto último: son relatos que disfrutarán mejor los adultos que los niños, aunque sin duda haya niños sensibles y muy lectores que los pueden disfrutar como se merecen. No obstante, y con la prudencia que siempre hay que decir estas cosas, es cierto que son más literatura infantil que Platero y yo, porque no son «pretexto para otras cosas» como lo es Platero y yo, y porque resultan más accesibles por sus contenidos y su lenguaje a la mentalidad de los niños.

Cuentos con el gustoso frío del miedo

El arranque de Abuela Santa Ana dice así: «Todos los sueños de mi infancia están arrullados por cuentos muy criollos, de gracia socarrona o de dramatismo fantástico. Feliciana, mi negra aya, y mamá, se repartían la amorosa tarea de contar a la insaciable, historias de animales conversadores y de fantasmas vagabundos. No sé cuáles prefería. Fui dueña de un mundo plácido, extraordinario y escalofriante en el que filosofaban las pequeñas bestias silvestres y hacían de jueces y vengadores los aparecidos sin paz en sus sepulcros.

Feli era la narradora de esas leyendas que me bañaban en el gustoso frío del miedo, y que yo ocultaba a mi madre para no perder la fortuna de escucharlas. Ella, por su parte, me contaba las andanzas y aventuras de los animales del campo, recogiendo preciosas tradiciones ya casi perdidas. De este modo aprendí a querer a esos burritos peludos, grises y blandos como de algodón, veinte veces tataranietos de aquel que llevó a Egipto la Sagrada Familia y al cual San José azuzaba con un florido vástago de la flor que lleva su nombre; así supe de la astucia del zorro que se hace el muerto para burlar al león, su juez, que le exige severas cuentas de sus fechorías innumerables…».

Y así termina: «Para los de mi amor y de mi sangre, para los hijos de mi hijo, y Stelio, mi ahijado, existirán los animales que hablan y la fábula los mecerá en sus rodillas como una buena nodriza, narradora de historias tiernas e invocadora de duendes amigos y de bestezuelas sentenciosas y amables».