- Bienvenidos a la fiesta - https://bienvenidosalafiesta.com -

DUMAS, Alexandre

Dumas es el gran maestro del relato folletinesco desplegado en entregas sucesivas. La necesidad de producir constantemente le llevó a recurrir a «negros»: colaboradores pagados que hacían mucho trabajo y daban impulso a la narración. El más destacado de los colaboradores de Dumas fue Auguste Maquet [1], con quien Dumas produjo unas veinte obras, que fueron las mejores. Entre ellas, El conde de Montecristo, Los tres mosqueteros y su continuación Veinte años después. Maquet aportaba trabajo, investigación, disciplina, organizaba la estructura de las obras. Dumas las desarrollaba siguiendo el esquema fijado, ampliaba lugares, personajes y situaciones y, sobre todo, redactando los diálogos, su gran especialidad.

La calidad que atesoran las obras de Dumas se deriva de su estilo rápido, forzado por el ritmo imparable de los acontecimientos. En cierto modo, el mismo descuido y celeridad al escribir es también facilidad y una de las causas de su éxito entre un público que valora la intensidad de las peripecias que corren los protagonistas. Si las descripciones románticas de sus héroes y heroínas nos pueden rechinar un poco, sin duda le consiguieron el favor popular: «Valentine, a quien, dejándonos llevar por la rapidez del relato, hemos presentado a nuestros lectores sin darla a conocer, era una muchacha alta y esbelta de diecinueve años, pelo castaño claro, ojos azul oscuro y paso lánguido […]. Sus manos blancas y delgadas, su cuello nacarado y sus mejillas jaspeadas de fugitivos colores le daban a primera vista el aspecto de una de esas inglesas que por su porte han sido comparadas poéticamente a cisnes que se reflejan».

El conde de Montecristo es una novela de aventuras porque narra las vicisitudes de un hombre que no posee nada, a través de toda clase de sufrimientos, peligros y engaños, hasta la riqueza y el poder más absolutos. Pero es también una novela de costumbres de toda una época, en la que lo histórico y lo ficticio van ensamblándose armoniosamente. A lo largo de variadísimos episodios, Dumas traza un completo panorama de la vida cotidiana —banqueros, políticos [2], funcionarios, militares, contrabandistas, moda, comida, fiestas, costumbres, tribunales, periodismo, transporte…—, y nos hace asistir a enredos, engaños, peligros, naufragios, fugas, asesinatos, traiciones, envenenamientos, suplantaciones de personalidad… Su idea central es que la maldad debe ser castigada y la bondad recompensada. Dantès se autoproclama instrumento de la voluntad divina y, salvo contadas ocasiones, no tiene dudas acerca de su actuación. No obstante, acaba siendo víctima de su propio deseo de venganza. «Montecristo hace pasar su venganza como obra de Dios y, sin embargo, no perdona, que es lo más divino que puede haber […]. Hay algo de diabólico en Dantès, algo muy propio del romanticismo en que nació, una contradicción ontológica y en último término negativa que no logra paliar el otro aspecto de su carácter justiciero: el de recompensador de los personajes buenos […] dispensándoles ese bien excelso que para Dumas es el dinero. Los personajes malos lo son en toda su extensión, […] irredimibles todos, a pesar de sus rasgos humanos, […] pero el gran malo, si se le mira desde lejos de la novela, es el conde de Montecristo, […] que se regodea en perder a sus enemigos con una crueldad que ellos mismos nunca hubieran sido capaces de concebir. Pero quizá esto al lector no le interesa, y Dumas lo escamotea» (Póllux Hernúñez y José M. G. Holguera).

Como en otras novelas, suyas y de la época, Dumas se mostrará partidario del uso placentero del hachís, mirará con benevolencia la demencial costumbre del duelo, le parecerá digno el suicidio como salida a una situación que al interesado le parece insostenible, utilizará la presencia del algún falso sacerdote y de los secretos que se le confían en confesión… Estos comportamientos inmorales vestidos de caballerosidad y astucia aparecen también en Los tres mosqueteros y sus secuelas, novelas en las que se aprecia un cierto anticlericalismo que tomará la forma de un rechazo tan virulento como disparatado hacia los jesuitas en la última entrega de la serie, El vizconde de Bragelonne (Le vicomte de Bragelonne, 1848). Pero en Los tres mosqueteros esto es compatible con una gran admiración hacia un personaje como el Cardenal Richelieu, Armand-Jean Duplessis, que no se presenta «quebrado como un viejo, sufriendo como un mártir, el cuerpo enfermo y la voz apagada, sepultado en un gran sillón como en una tumba prematura, viviendo sólo por la fuerza de su genio y manteniéndose en lucha contra toda Europa por la constante energía liberada por su mente; sino tal como era en aquella época, es decir, un diestro y elegante caballero, ya débil de cuerpo, pero sostenido por ese poder moral que hizo de él uno de los hombres más extraordinarios que han existido nunca».

Pinceladas de Dumas

La riqueza de las novelas de Dumas no se agota en la sucesión imparable de incidentes ni en la intensidad de la historia. Las pinceladas con que fabrica las descripciones de los personajes son a veces excelentes. De Dantès nos dirá que «toda su persona daba esa apariencia de serenidad y resolución típica de los hombres acostumbrados desde la infancia a luchar con el peligro». A su oponente Danglars —«rostro más bien sombrío, obsequioso con sus superiores, insolente con sus subordinados, […] tan mal visto por la tripulación como Dantès era querido»— nos lo definirá como «uno de esos hombres de cálculo que nacen con una pluma tras la oreja y un tintero en lugar de corazón».

Además, Dumas irá punteando la narración con observaciones jugosas. Así, cuando Renée se dirige a su madre, la marquesa de Saint Méran, Dumas hará notar que «el corazón de la mujer está hecho de tal manera que, por muy árido que lo hagan el soplo de los prejuicios y las exigencias de la etiqueta, hay en él siempre un rincón fértil y risueño: el que Dios ha consagrado al amor materno». O, mientras el fugado Dantès pilota un barco en la soledad de la noche, señalará que «aquella vez la soledad se pobló con sus pensamientos, la noche se iluminó con sus ilusiones, y el silencio vibró con sus promesas».

Juicios clarividentes

Cualquier tipo que desfile por las páginas de Dumas nos puede asombrar con pensamientos y frases clarividentes. Llegado el momento de iniciar la misión que se ha fijado a sí mismo, Dantès se dirá: «Adiós a la bondad, a la compasión y al agradecimiento… ¡Adiós a todos los sentimientos que ensanchan el corazón! Me he puesto en lugar de la Providencia para recompensar a los buenos… ¡Que el Dios vengador me ceda el puesto para castigar a los malos!». El canalla Villefort será comprensivo al enjuiciarse a sí mismo: «No soy un hipócrita, o por lo menos no practico la hipocresía sin razón». Bertuccio, mayordomo de Montecristo, se ve obligado a confesarle su pasado y entonces le indica que «prefiriendo mil veces la muerte antes que la detención hice cosas asombrosas, que una vez más me dieron la prueba de que el excesivo cuidado que damos al cuerpo es casi el único obstáculo para lograr los objetivos que precisan una rápida decisión y una ejecución enérgica y decidida. En efecto, una vez que uno ha hecho el sacrificio de su vida, no es igual que los demás hombres, o mejor dicho los demás hombres no son iguales que uno, y quienquiera que toma esa resolución siente en el instante mismo que sus fuerzas se multiplican y su horizonte se ensancha».

Mirada de águila

Cuando d´Artagnan es conducido a presencia de Richelieu, éste «miró un instante al joven. Nadie poseía una mirada tan profundamente escrutadora como el cardenal Richelieu, y d´Artagnan sintió que esa mirada le corría ardiente por las venas». En la entrevista final entre los dos, d´Artagnan teme ser castigado, no en vano ha sido quien ha frustrado los planes del cardenal. Pero Richelieu «fijó su mirada de águila sobre aquellos rasgos leales, francos e inteligentes, leyó en aquél rostro surcado por las lágrimas de todos los sufrimientos que había soportado durante el último mes, y pensó por tercera o cuarta vez qué buen porvenir le esperaba a aquél muchacho de veintiún años y qué posibilidades podrían ofrecer, a un buen maestro, su valor, su actividad y su ingenio». Y Richelieu atrapa en su red a d´Artagnan, como lo hace Dumas con sus lectores: por un lado, haciéndoles vislumbrar «los hilos frágiles y misteriosos que sostienen los destinos de los hombres», tantas veces en manos de ocultos conspiradores, una de las obsesiones de Dumas; por otro, concediendo a sus héroes la victoria, sin reparar en si los medios usados para conseguirla son o no correctos, sin escrúpulos en vestir con palabras como «lealtad» o «heroísmo» o «amor», comportamientos dictados por una confusa mezcla de sentimientos y pasiones.

Otra novela: Ascanio [3].