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SUTCLIFF, Rosemary

Novelas sobre la historia de Inglaterra en los primeros siglos. Son relatos independientes pero ligados entre sí. Se desarrollan en los mismos escenarios pero la primera tiene lugar en el siglo II, la segunda un siglo después, la tercera ya en el siglo V, y la cuarta, escrita bastantes años después que las anteriores y que comento al final de este apartado, en el siglo IV; sus protagonistas pertenecen a la misma familia y hay elementos de continuidad, como un anillo con delfines grabados que pasa de padres a hijos. Además de que la inspiración para estas historias le viniera de la lectura del libro Puck de la colina de Pook [1], la autora deja un pequeño homenaje a KIPLING [2] en la expresión de El libro de la selva [3] «¡Buena caza!», que se lee varias veces en El Águila de la Novena Legión y una en Aquila el último romano.

Sutcliff, que veía similitudes entre nuestra época y la de la desintegración del Imperio Romano, demuestra un hondo conocimiento del mundo que recrea y unas notables dotes narrativas para conducir ágilmente la acción, construir unos diálogos precisos, y enriquecer con jugosos matices las descripciones de los personajes. Este último punto es tal vez el rasgo más característico de la autora, que perfila con cuidado a sus protagonistas y todas las relaciones humanas que mantienen, tanto las que arman las novelas —en la primera, las de Marco con su tío, con Esca y con Cotia; en la segunda, las de los dos protagonistas entre sí y con su amigo Evicatos; en la tercera, las de Aquila con su hermana Flavia y con su mujer Ness, sobre todo—, como las que dan lugar a episodios más cortos —con el auriga britano Cradoc o Guern el cazador en la primera; o con el emperador Carausio y su bufón Cullen en la segunda; o con el viejo juto Bruni o el hermano Ninnias en la tercera, entre otras—. De hecho, hace brotar las emociones más fuertes sobre todo de los conflictos interiores de sus personajes, los de tipo personal —la invalidez de Marco, la herida interior de haber sido esclavo para Esca, la tartamudez y el complejo de haber decepcionado a su padre de Justino, la deserción y la esclavitud de Aquila—, y los de tipo social —la conciencia que tienen de vivir en un mundo inestable, los conflictos que se les plantean por vivir en el exilio y pertenecer a sociedades distintas y enfrentadas…—.

Es necesario también destacar la seriedad del trabajo de Sutcliff en sus aspectos de recreación literaria y de reconstrucción cuidada del marco histórico. Por un lado, sabe presentar situaciones duras y momentos de combate de gran intensidad —en la primera novela, la carga de carros britanos en el asedio a Isca Dumnoniorum o la persecución a Esca y Aquila por montañas y bosques; en la segunda, la gran batalla final y el asalto de los sajones a la basílica de Calleva; en la tercera, el asalto de los sajones a la casa de Aquila o el rechazo de un desembarco de piratas escoceses o una gran batalla final—. Por otro, siempre narra con atención a los detalles, sentido poético y elegancia descriptiva. Así, para mostrar qué clase de mundo describe, en la primera novela no sólo nos presenta un protagonista inválido y un amigo interiormente dolido, sino que al águila de bronce que rescata Marco —y que Flavio en la segunda novela encontrará de nuevo— le faltan las alas y también está mellado el anillo de su padre que vuelve a sus manos. O bien, cuando Marco repara en unas campánulas que habían florecido tarde, observa «una frágil campanilla sostenida por un delgado tallo arqueado» que «se movía con la fuerza del viento y volvía a recuperar su posición con una sacudida pequeña y desafiante». El narrador es sutil, pues no añade nada cuando usa esas u otras acumulaciones significativas o comparaciones implícitas, y así consigue lectores agradecidos por su respeto y atentos a los más pequeños pormenores del relato. También los títulos originales de las novelas tienen un sentido que se pierde al no ser traducidos fielmente.

Los lobos de la frontera comparte los rasgos de las demás novelas: calidad literaria; un protagonista de la misma familia, que lleva el anillo cuya esmeralda imperfecta tiene un delfín tallado, «un anillo viejo y maltrecho que le había llegado a través de una sucesión larga y orgullosa de soldados»; y que es un hombre dolido, pues piensa que no ha estado a la altura de sus antepasados, que ha de hacer frente a decisiones fuertes. Sin embargo no es, o no me ha parecido, tan lograda como las otras tres, tal vez porque tenga menos fuerza que El Águila en la Nieve [4], una novela similar escrita en 1970 por Wallace Breem —que se había inspirado en novelas previas de Sutcliff—, un relato que también tenía un protagonista seguidor del dios Mitra y que finalizaba igualmente con una retirada en medio de un tiempo invernal y de una persecución infernal. Una nota previa de la escritora explica por qué tardó tanto tiempo en escribir esta novela, cuyo argumento pensó al publicar El Águila de la Novena Legión.

Un hombre sin amigos

La evolución psicológica de los protagonistas de Sutcliff está más marcada en Aquila, el último romano, una novela de desarrollo más complejo que las otras dos. Si en estas todo sucede en el intervalo de unos pocos años, Aquila, el último romano cuenta unos veinticinco años de historia y, en ellos, el protagonista se presenta como un hombre joven y esperanzado al principio, aplastado y humillado después, resentido cuando reencuentra a su hermana convertida en la mujer de un jefe sajón, competente pero siempre dolido durante la primera parte de la historia: Aquila, «el hombre moreno de la cicatriz en la frente y el ceño fruncido no tenía amigos. Llevaba siempre en su rostro una especie de amargura, y así no se podía tener amigos». Se vuelca en la causa de Ambrosius con pasión porque trabajar le ayudaba a no pensar ni a recordar… Los acontecimientos le van haciendo reflexionar: procura rectificar después del reproche de su mujer, Ness —«nunca es por las cosas que haces sino por la forma en que las haces»—; empieza la comprensión y perdón de su hermana Flavia cuando se da cuenta del comportamiento fiel de Ness y del paralelismo entre los comportamientos de las dos; intenta tímidamente corresponder a su lealtad «dándole la única cosa que tenía para darle en aquel momento: una confidencia. […] Ness hizo un gesto con las manos abiertas como si fuera a recibir un regalo»; y la vida le da una oportunidad final de reconciliarse consigo mismo y con su hermana.

¿Crees en la casualidad?

También, como es lógico, el desgarro que sufren hombres conscientes de pertenecer a dos mundos está más acentuada en Aquila, el último romano, pero en El usurpador del Imperio se insinúa claramente la idea de fondo de la historia, tanto de las novelas como de lo que luego sería la realidad: la pervivencia en las islas Británicas de las tradiciones que se perdieron en buena parte de Europa. Carausio dice los jóvenes Flavio y Justino lo siguiente: «Roma tiene el corazón podrido y un día se derrumbará. (…) Si yo puedo fortalecer esta provincia, hacerla lo suficientemente fuerte para aguantar sola cuando Roma caiga, entonces habremos salvado algo de la oscuridad. Si no, las luces de Dubris, Limanis y Rutupiae se apagarán. Las luces se apagarán en todas partes».

Si en la segunda novela eso lo ven pocos, en la tercera ya se dan cuenta muchos más: en Aquila, el último romano, Aquila, Ambrosius, y los hombres más cultos que les rodean, perciben que falta poco para presenciar el derrumbe del mundo que han conocido, e intentan desafiar y enfrentarse con arrojo a la oscuridad que viene. «Puede ser que al final la noche se cierre sobre nosotros, pero creo que la luz del día volverá otra vez. La mañana siempre sucede a la oscuridad, aunque quizá no para la gente que vio ponerse el sol. Somos “portadores de antorchas”, amigo mío. Nuestra misión es mantener algo encendido, llevar toda la luz que podamos a la oscuridad y al viento», dirá el médico Eugenus. Es también él quien responde a la pregunta de Aquila de si cree en la casualidad: «Las casualidades, en cierto sentido, suenan feamente a desesperación; son un mundo sin forma y sin sentido». En otro momento posterior, cuando Aquila tropieza con Ambrosius sin reconocerle, se comporta de modo desacostumbrado ante su propia sorpresa: «Pudiera ser que la niebla se hubiera metido en su cabeza —la niebla cambia notoriamente las cosas». Y, cerca del final del relato, repite la misma pregunta, «¿crees en la casualidad?», al hermano Ninnias, que contesta: «También creo en Dios y en la Gracia de Dios».

Por otro lado, hay personajes que, siendo extraordinarios, ni mucho menos lo ven así. Si en su familia romanizada, Aquila aprendió a leer y conoció bien los textos clásicos, su esposa, hija de un caudillo celta con la que se casó por indicación de Ambrosius, pero a la que llegará a querer y de la que aprenderá lo más importante de la vida, tiene una visión de las cosas distinta y no comparte los deseos de Aquila de que su hijo vaya a la escuela:

«—En cuanto aprenda a decir la verdad, a manejar la espada y a montar un caballo ¿qué más tiene que aprender?

—Entre otras cosas, tiene que aprender a leer —le contestaba Aquila.

—¿Leer? ¿Qué utilidad puede reportarle saber leer? Vive en un mundo en el que solamente importa la espada y no los libros».

Escalofríos de expectación

Son modélicas las escenas de batallas y la forma en que se transmite su violencia sin recrearse en la crudeza de las situaciones.

En El usurpador del Imperio se habla de la batalla final así: «Y ahora, para Justino, la batalla cuyos compases iniciales le habían parecido como una partida de ajedrez, se convirtió en una confusión brillante y terrible, centrada en su participación en ella mientras todo lo demás perdía importancia. Para él, la gran batalla por la provincia de Britania que se libró en ese espléndido día de verano, fue un rostro rugiente y de ojos azules, y una melena de cabello amarillo. Fue un rumbo de escudo cubierto de coral y la aguda hoja de una lanza y las crines al viento de un caballo. Fue un trueno de herraduras y los giros y corcoveos de la caballería salvaje a través de los helechos y las manchas rojas que crecían en su propia espada. Fue Flavio, siempre a una cabeza de caballo por delante de él, y el Águila sin alas en lo más reñido del combate, y el nombre del pequeño emperador gritado por encima del tumulto como grito de batalla: ¡Carausio! ¡Carausio!».

En Aquila, el último romano uno de los episodios de combate tiene lugar cuando los hombres de Ambrosius y sus aliados celtas están en una fiesta y, al llegarles noticias de un inminente desembarco cercano, acuden a esperar a los invasores ocultos tras las dunas:

«En aquel momento de la espera sentía un placer frío tan fuerte como la espada que empuñaba. El tiempo pasaba en silencio, oyéndose tan sólo la brisa marina y las olas chapoteando al otro lado de las dunas. Entonces, muy débilmente, su oído percibió el sonido de los remos rozando la arena; les dio un escalofrío de expectación a los hombres que aguardaban. Poco después se oyó el inconfundible chapuzón de los hombres que saltaban por la borda y el rechinar de las quillas contra la arena. Tras una breve pausa, se repitieron los ruidos cuando la segunda nave era empujada a la playa, y después la tercera, confundidos ya sus sonidos con los de las otras. Luego el murmullo de unas órdenes y unas risas osadas y amenazadoras. También se oía a los hombres saliendo del agua. Aquila suspiró profundamente tensando su cuerpo como el corredor que está a punto de comenzar la prueba. Y de repente, Ambrosius subió a una duna que había delante de Aquila y dio un tremendo alarido, blandiendo la espada por encima de su cabeza.

—¡Ahora! ¡Seguidme hermanos!

Al verlo, se levantaron todos como una ola que sube y baja por las arenas escurridizas».

Más libros: Desterrado [5]; adaptaciones de La Odisea y La Iliada [6]; Una espada al atardecer [7].