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WOLFF, Tobias

Buena novela sobre las consecuencias en los hijos de crecer en familias rotas. El autor consigue transmitir simpatía y comprensión por un comportamiento que da pena, en el que la mentira es lo habitual y los buenos propósitos no duran nada. Emplea un tono desenfadado no tanto por cinismo o frivolidad como por ser la única posibilidad de afrontar los hechos sin autojustificarse y sin culpabilizarse ni culpabilizar a otros…, pues, siendo consciente de lo que hace mal, en ningún momento se muestra dispuesto o con fuerzas para cambiar. Con toques dignos de TWAIN [1], Wolff narra con fluidez los sucesos de su infancia, sin renunciar a observarlos con la perspectiva del adulto. Por ejemplo, cuando habla de los peligrosos juegos de niños con arco y flechas, o de sus deseos de disparar con rifle, y de sus juegos de apuntar con él a la gente desde la ventana, comenta: «Todas mis imágenes de mí mismo como deseaba ser eran imágenes de mí mismo armado. Dado que no sabía quién era, cualquier imagen de mí mismo, por grotesca que fuera, tenía poder sobre mí. Esto lo comprendo ahora. Pero el hombre no puede ayudar al niño, ni en este asunto ni en los que vendrían después. El niño siempre se mueve fuera de su alcance».

Un muñeco en mi lugar

Una de las mejores escenas de Vida de este chico sucede después de que Toby ha robado gasolina a una familia pobre cuando estaba bebido. Por más que todos le indican que les pida disculpas, Toby es incapaz de hacerlo. Le facilitan una charla con el padre Karl, que le propone dar un paseo.

«El padre Karl no dijo nada hasta que estuvimos en la ribera. Cogió una piedra y la tiró al agua. Tuve la cínica sospecha de que iba a darme el mismo sermón que el capellán del campamento de los exploradores le daba a cada nuevo grupo de chicos el primer día. Se acercaba a la orilla del lago, cogía despreocupadamente un grupo de piedras y lanzaba una al agua.

—Sólo un guijarro —decía pensativo, como si la idea acabara de ocurrírsele—, sólo un guijarro, pero mira todas las ondas que hace y lo lejos que llegan las ondas…

Al final del verano todos los consejeros del campamento le despreciábamos abiertamente. Le llamábamos Ondas.

Pero el padre Karl no me dio este sermón. No podía hacerlo. El había encontrado la fe por la vía dura y no hablaba de ella con arte ni sutilezas. Sus padres eran judíos. Ambos habían sido asesinados en campos de concentración y él había sobrevivido de milagro. Algún tiempo después de la guerra se convirtió al cristianismo y luego se hizo sacerdote. […] Tenía una actitud pensativa que se volvía áspera cuando tenía que enfrentarse al fingimiento o la frivolidad. Yo había sido objeto de esta aspereza antes y estaba a punto de volver a serlo.

Me preguntó quién pensaba qué era.

No sabía cómo contestar a esta pregunta. Ni siquiera lo intenté. […]

—¿Qué va a ser de ti?

—No sé. […]

—¿Qué es lo qué quieres?

La respuesta a esta pregunta sí la sabía, muy bien. Pero estaba seguro de que mi respuesta le enfurecería aún más, puesto que sabía que era mundana y contraria a lo que imaginaba que serían sus propios deseos. No podía imaginar que el padre Karl quisiera dinero, una determinada serie de mercancías y, a cualquier precio, la estimación del mundo. No podía imaginar que él deseara nada tanto como yo deseaba estas cosas o imaginar que oyera mis deseos sin desprecio.

Yo no tenía palabras para nada de esto, ni para mi comprensión de que para aceptar la esperanza de redención del padre Karl tendría que renunciar a la mía. Él creía en Dios y yo creía en el mundo.

Respondí a su pregunta con un encogimiento de hombros. Dije que no sabía exactamente lo que quería. […]

Luego me preguntó si quería hacer desgraciada a mi madre.

Le contesté que no. […]

—Bueno, pues eso es lo que estás haciendo.

No dije nada.

—¿Quieres hacerla feliz?

—Claro.

—Bien. Eso ya es algo. […] Pero la estás haciendo desgraciada, ¿no es cierto?

—Supongo.

—No hay nada que suponer, Jack. Es así —me miró—. Por tanto, ¿por qué no paras? ¿por qué no paras de una vez?

No contesté enseguida por miedo a que pareciese que únicamente quería complacer. Quería que pareciese que reflexionaba seriamente sobre su pregunta.

—De acuerdo —dije—. Lo intentaré. […]

Seguía observándome, y supe que comprendía lo que había sucedido; que no me “había llegado” en absoluto, porque yo no estaba al alcance. Había dejado un muñeco en mi lugar para que pusiera cara de arrepentimiento e hiciera promesas, pero yo no estaba en las proximidades y el padre Karl lo sabía».

Otros libros: Vieja escuela [2], Aquí empieza nuestra historia [3].