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PAOLINI, Christopher

Eragon es el primer volumen de la trilogía El legado, un arrollador éxito en la narrativa juvenil en Norteamérica. Debe calificarse de impresionante si lo juzgamos según la edad del autor pues estamos ante un relato con garra narrativa y claro a pesar de la multitud de personajes y sucesos.

Los préstamos de conocidas obras del género son muchos: algunos evidentes, como las semejanzas entre los úrgulos con los orcos de El Señor de los anillos [1], y otros también claros de La guerra de las galaxias y de populares series de fantasía épica. Son cinematográficas las descripciones de batallas y escenarios paramedievales. Son frecuentes las casualidades providenciales de último momento y parece cómodo (para los protagonistas) y excesivo (para los lectores) el recurso a la magia de los héroes. En algunas ocasiones se podrían haber usado con más propiedad los típicos adjetivos coloristas de la fantasía épica barroca. También podrían haber sido menos, y más sobrias y menos huecas, algunas descripciones detallistas de la naturaleza. Y tal vez las amorosas descripciones del comportamiento y las cualidades de la dragona provoquen que a más de un lector le rechinen los dientes.

Un claro defecto es la endeblez con que se dibujan los mundos interiores de los personajes, en especial del protagonista, cuyas reacciones oscilan de la madurez más asombrosa al infantilismo más desconcertante. A veces hace propósitos de novela barata: «No hay nada más peligroso que un enemigo que no tiene nada que perder, pensó, y en eso me convertiré». En otras ocasiones sus reflexiones son tontas, como cuando contempla un arroyo: «Al agua no le importa lo que nos sucede, ni a nosotros ni a nadie, pensó». Puede actuar como un adolescente de melodrama televisivo, como cuando después de la muerte de su tío el narrador cuenta que se sentía «solo en un mundo cruel y despiadado que apagaba vidas humanas como el viento las velas. Frustrado y aterrorizado, volvió el rostro empapado de lágrimas hacia los cielos y gritó: —¿Qué dios es capaz de hacer algo así? ¡Muéstrate!». O, cuando visita una catedral (sí, catedral) y se nos dice que, desconcertado y perplejo (como cualquiera en su caso, por otra parte), «por respeto, se arrodilló ante el altar y bajó la cabeza. No rezaba, pero rendía homenaje a la catedral en sí, de cuyas piedras emanaban tanto las desdichas de los vivos que el muchacho había presenciado como el desagradable aspecto de la intrincada pompa plasmada en las paredes. Era un lugar prohibido, desnudo y gélido, pero en ese ambiente helado se vislumbraban la eternidad y, quizá, los poderes que allí yacían».

Eldest (2005), el segundo libro de la serie, tiene iguales rasgos, cualidades y defectos.

El lisiado que está ileso

El mayor agujero negro de Eragon es la falta de solidez de los diálogos que podríamos llamar morales. En una ocasión en que su compañero Murtaugh mata sin necesidad a un enemigo, Eragon se lo reprocha: «¡No te puedes entregar a la violencia gratuita! ¿Qué se ha hecho de tu empatía? —rugió Eragon», asombrosa exclamación a la que Murtagh, con buen sentido, replica que si se dejara llevar por la empatía con esa clase de enemigos a esas alturas estaría muerto. Además, los consejos que le dan a Eragon tanto Brom como Saphira no son un prodigio de sutileza ni de coherencia. Así: «Que algo sea posible o no siempre es subjetivo», o «el auténtico valor es vivir y sufrir por lo que uno cree», son dos sentencias de Brom que ni Gandalf ni Dumbledore [2] dirían jamás. Cuando en una ocasión Eragon se pregunta «¿qué puedo hacer?», la dragona parece haber leído a Paulo Coelho [3]: «Únicamente tu corazón te guiará de verdad, y sólo su supremo deseo puede ayudarte»…, de lo cual ambos concluyen que debe vengarse de los Ra’zac pues eso es lo que desea su corazón. Y, al final, poco después de que Saphira le haya dicho que «a veces no hay respuestas», Eragon tiene un sueño-visión en el que se le aparece un ser que dice de sí mismo: «Soy Osthato Chetowä, el sabio doliente. Y Togira Ikonoka, el lisiado que está ileso. Ven a mí, Eragon; tengo respuestas para todas tus preguntas». En la segunda novela, Eldest, Eragon será instruido por él en todas las habilidades que necesita conocer un Jinete de Dragón y el lector que lo desee puede comprobar que su sabiduría moral es también pobre.

Inconsistente pero atractivo

Lo anterior revela que un escritor muy joven no tiene fácil ni sustraerse a las influencias más inmediatas, ni huir de los lugares comunes, ni afrontar con garantías la descripción de sentimientos y emociones complejas, ni mucho menos presentar ajustadamente los grandes dilemas morales. A la vez debe decirse que, aunque a Eragon le falte consistencia, sin duda no es un libro más: su autor tiene talento y es probable que, si hubiera vivido en otra época y en otro lugar donde las circunstancias y los impulsos a su alrededor fueran diferentes, quizá pasado el tiempo habría podido entregar una obra de verdaderas proporciones tolkienianas, elogio que ahora sólo puede referirse al tamaño. Pues, con todo, Eragon tiene frescura y fluidez y cualquier lector experto, aunque sea invadido unas cuantas veces por la incómoda sensación pero-qué-hago-yo-leyendo-esto, también se dará cuenta de su tirón y de por qué muchos lectores jóvenes se han visto atrapados por ella.