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MASON, Alfred Edouard Woodley

Novela llena de colorido y de romanticismo a la que no ha restado fuerza el tiempo. Los mundos interiores de los personajes están pintados detalladamente: desde las dudas hamletianas del protagonista, hasta la incomprensión rígida del general Feversham, o los celos y la olisconería de la señora Adair. El narrador enriquece con variados matices cada uno de los gestos y del comportamiento de cada personaje. Puede sacar conclusiones de los rasgos del rostro —«la angulosa cara, la elevada y estrecha frente y los inexpresivos ojos de acerado azul, sugerían esterilidad mental»—; hacernos ver que no concluiríamos con acierto si nos dejáramos llevar por una primera impresión —«un extraño hubiera creído que guiñaba el ojo pero era que siempre llevaba caído el párpado izquierdo»—; adelantarnos la importancia futura de un detalle o una escena —«en los años que siguieron […] habían de evocar, una y otra vez, aquel momento […], un cuadro cuyos colores no habían de desvanecerse por mucho tiempo que transcurriera aún cuando su significado no fuese comprendido en el momento en que sucedió»—; explicar un hecho con benévola ironía —«aunque no era supersticiosa, cuando de supersticiones se trataba prefería no correr riesgos»—… Y son muy expresivas las páginas en las que se describe la vida en la prisión de Omdurman: «En aquella pestilente cerca sólo los millones de piojos llevaban una existencia cómoda. No lograban filtrarse hasta allí noticias del mundo exterior. Vivían de sus propios pensamientos de suerte que, hasta el ver una lagartija en el muro resultaba motivo de entretenimiento».

Un hombre sereno que hacía su trabajo sin ruido

Uno de los amigos de Enrique Feversham, es Juan Durrance, un militar con un credo sencillo: «Que el morir honrosamente valía más que muchos años de vida». El autor lo retrata del siguiente modo: «Era un tipo de soldado que no escasea tanto como quieren hacer creer a sus lectores los que cuentan historias de guerra. Descendía de Héctor de Troya; ni era histérico al hablar ni vengativo en sus actos; no era un colegial de edad madura, amante de hablar jactanciosamente, sino un hombre sereno que hacía su trabajo sin ruido; que sabía ser severo cuando lo exigían las circunstancias, y de severidad implacable. Lo que no impedía que fuese también dulce y compasivo por naturaleza».