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SAROYAN, William

La mayoría de los relatos cortos contenidos en El joven audaz… están narrados en primera persona, tienen protagonistas niños y jóvenes, varios son sobre un aprendiz de escritor como el mismo autor, y se desarrollan en iguales ambientes que La comedia humana, un libro que Saroyan dedica a su madre. Él mismo dice que «la novela en sí, no es bastante buena, lo sé»…, pero en ella se muestran sus cualidades: la transparencia del lenguaje, el talento del buen narrador, el optimismo tierno que sitúa el mal y el dolor en un contexto positivo: «El mundo extraño, infestado por la cizaña, ajado, maravilloso y absurdo, pero maravilloso mundo».

Los personajes son todos alegres y sabios, quizá demasiado, pero resultan simpáticos y cercanos. Sobre todo, tanto el pequeño Ulises como el desenvuelto Homero son auténticamente inolvidables. Son muchos los episodios fascinantes, como la trampa en la que cae Ulises, la carrera de Homero, el negro que saluda desde el tren… Y también hay otros más artificiales, en los que Saroyan busca con descaro lo políticamente correcto de aquel tiempo, como el conmovedor regreso del soldado.

Lo bueno nunca muere

En La comedia humana, el viejo telegrafista Míster Grogan, responde a Homero, cuando éste le pregunta si tanta gente muere para nada: «Tanto en la guerra como en la paz, nada es para nada, y menos aún morir. Nadie muere por nada. Se muere en busca de la gracia, en busca de la inmortalidad, en busca de la verdad y de la justicia». Y el viejo tendero, emigrante de origen armenio, exclamará: «El mundo se ha vuelto loco. Sólo en Rusia, tan cerca de nuestra pequeña y hermosa patria, millones de personas, millares de niños, sufren hambre cada día. Viven helados, miserables, descalzos, andan vacilantes, sin tener donde dormir, claman por un trozo de pan seco, por algún sitio donde echarse y descansar, por una noche de sueño reposado. ¿Y qué pasa con nosotros? Aquí, en Ithaca, en California, en este gran país, los Estados Unidos de América. ¿Qué hacemos? Llevamos buenas ropas. Nos calzamos buenos zapatos cada mañana […]. Andamos por las calles sin que nadie se nos acerque con armas, o nos queme nuestras casas, o asesine a nuestros hijos o hermanos o padres. Hacemos excursiones en automóvil […]. Comemos los mejores alimentos. Cada noche, cuando nos vamos a la cama, dormimos y luego, ¿cómo nos sentimos? Nos sentimos descontentos. Nos sentimos todavía descontentos».

Y la madre aconsejará repetidamente a sus hijos: «Espero que recordéis esto: que lo bueno nunca muere… Debes dar a cualquiera que entre en tu vida. Entonces nadie podrá engañarte, porque si das a un ladrón ya no podrá robarte, y él mismo dejará de ser ladrón. No sé qué pasa en el mundo ni por qué pasa, pero, pase lo que pase, no dejes que nada te haga daño». […] «Siempre existirá dolor en las cosas. […] El hombre malo debe ser perdonado cada día. Debe ser amado, porque algo de cada uno de nosotros existe en el hombre más malo del mundo y algo de él existe en cada uno de nosotros. La oración del aldeano es mi oración, y el crimen del asesino es mi crimen. Anoche tú lloraste porque empezaste a descubrir estas cosas».

Otro libro del autor, del que hay una cita larga en la página, es Un día en el atardecer del mundo [1].