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GÓGOL, Nikolai

Tarás Bulba es un poema épico de la vida cosaca, un canto a su lucha por preservar su identidad e independencia, un elogio al «alma eslava, al amplio y rudo carácter que comparado con otros es como el mar ante los pequeños ríos». Es también una evocación romántica y dolida del ambiente y el paisaje de las tierras de Ucrania. Gógol realiza soberbias descripciones, utiliza metáforas vivísimas, maneja una retórica en las deliberaciones de los cosacos que nada desmerece de la de los mejores parlamentos de Walter SCOTT [1]. El protagonista colectivo de la historia es el pueblo cosaco en su conjunto, cuya marcha en caravana es descrita por Gógol del siguiente modo: «Por todas partes sonaba el pataleo de los caballos, el tiroteo de los fusiles, el sonido de los sables, el mugido de los bueyes, el crujido de los carros, las conversaciones, los gritos y las voces con que arreaban el ganado. Y pronto, lejos, lejos, por todo el campo, se extendió la columna de cosacos. Y tendría que haber andado mucho el que la hubiera querido recorrer desde la cabeza hasta la cola».

Pero si, por un lado, Gógol defiende los caracteres rudos pero rectos del pueblo y envuelve la historia en poesía, no deja de mostrar con realismo crudo la desigualdad social, el fanatismo religioso que se transforma en saña contra «los otros», judíos o católicos, en un desprecio hacia la mujer que se revela en el insignificante papel que los cosacos atribuían a la madre. Con crítica ironía, el narrador hablará de la «alegría borracha y ruidosa» de los zaporogos, y nos dirá que «en asuntos de importancia nunca se dejaban llevar por el primer impulso, sino que callaban forjando en silencio el arma amenazadora de su indignación» […]. «Su cólera no era como la de la gente frívola; se trataba de caracteres fuertes y rudos, que no se irritan fácilmente, pero que una vez encolerizados guardan con obstinación y por mucho tiempo ardiente rencor». O describirá la violencia de los combates con una fiereza bienhumorada: «El teniente levantó el brazo y con toda su fuerza dio al cosaco, que estaba inclinado, un sablazo en el cuello. […] Rebotó su enérgica cabeza y cayó el cuerpo decapitado, rociando la hierba con su sangre. La ruda alma cosaca voló al cielo indignada y refunfuñando y, al mismo tiempo, asombrada de haber abandonado tan pronto un cuerpo tan robusto».

A lo largo de todas sus obras, Gógol pinta con maestría la realidad social rusa y realiza un fino análisis psicológico de unos personajes que siempre retrata de modo compasivo. En sus cuentos se vale de una personal tensión entre lo real y lo fantástico, como un primer «realismo mágico», que le sirve para dar una salida humorística suave a los comportamientos miserables y a las situaciones injustas que satiriza. El capote, quizá su cuento más popular, y uno de los más influyentes en los autores rusos posteriores, resulta inolvidable. El lector se ve conmovido por la vida de «un ser a quien nadie amparó nunca, a quien nadie tuvo afecto, por quien nadie se interesó y que ni siquiera llamó la atención de uno de esos naturalistas que no pierden oportunidad de ensartar cualquier mosca común en un alfiler para observarla con un microscopio; un ser que soportó con resignación las burlas oficinescas y descendió a la tumba sin haber realizado ningún hecho relevante, pero que, aunque sólo en sus horas postreras, vio resplandecer su mísera existencia con un rayo de luz en forma de capote…». Y se ve también golpeado por la miseria moral de «el personaje», un hombre que «mientras trataba con sus iguales era un hombre normal, educado y nada tonto en muchas cuestiones; pero en cuanto se hallaba en compañía de personas inferiores a él, aunque sólo fuera en un grado, lo echaba todo a perder»; una de esas personas que a la mínima exclama el «¿usted sabe con quién está hablando? ¿Sabe usted a quién tiene delante? ¿Lo comprende? Le pregunto que si lo comprende».

Otros dos cuentos de Gógol en versiones adaptadas, La feria de Sorotschinzy y La nariz, se mencionan en la voz del ilustrador, Guennadi SPIRIN [2].

La judería de Varsovia

Sirva como ejemplo de la fuerza descriptiva de Gógol la pintura que hace de la judería de Varsovia en Tarás Bulba: «Una oscura y estrecha calleja llamada Sucia y también Judía, porque en ella vivían casi todos los judíos de Varsovia. Esta calle parecía el fondo de un patio y en ella no penetraba nunca el sol. Las casas, de madera completamente ennegrecida, con innumerables pértigas puestas a través de la calle, de ventana a ventana, hacían más intensa la oscuridad. De cuando en cuando rojeaba un muro de ladrillo, también ennegrecido a manchas, y, a veces, en lo alto de una pared brillaba, alumbrado por el Sol, un trozo enyesado que con su blancura molestaba la vista. Toda la calle estaba llena de basura: tubos, trapos, cáscaras de frutas, escamas y espinas de pescado, calderas y tinas rotas; los vecinos tiraban a la calle todo lo que ya no les servía, proporcionando al transeúnte todo género de incomodidades y satisfaciendo sus gustos estéticos con la exposición de todas aquellas inmundicias. A un hombre montado a caballo le faltaría poco para poder alcanzar con la mano a los palos tendidos a través, de casa a casa, y de los que colgaban medias, calzones cortos y patos ahumados. De vez en cuando, se veía asomar por una ventana vieja alguna linda carita de judía adornada con apagadas perlas falsas. Un tropel de niños sucios, andrajosos y de cabellos rizados, gritaban y se revolcaban por el lodo».

La singularidad de Gógol

En un ensayo biográfico sobre Gógol, Nabokov afirma que fue un hombre infeliz, extraño, en perpetua huida; que no es el DICKENS [3] ruso, que nadie debe acercarse a él pretendiendo averiguar algo de Rusia, que con su obra no intenta provocar ningún cambio social; que su genialidad estriba en que su capacidad para exponer las fantasías del espíritu humano le dotaba de una «prosa cuatridimensional». Señala que la importancia de cuanto debe la literatura rusa a la obra de Gógol la sintetizó Turguenev en su famosa declaración de que «todos hemos salido de El capote de Gógol». Y es que, sigue Nabokov, si «el formal Pushkin, el realista Tolstoi, el comedido CHÉJOV [4]» nos han dejado en sus obras momentos en los que se producen como cambios de plano, momentos en los que se nos revelan significados secretos de la realidad, «con Gógol estos cambios constituyen la base misma de su arte». Y, por eso, cuando Gógol abandona cualquier deseo de seguir la tradición literaria y de seguir cualquier lógica, y se deja ir, como en El capote, «se convertía en el mayor artista que Rusia haya producido jamás».

En fin, es difícil no sentirse impresionado por la brillantez de la prosa de Nabokov, por la claridad de su análisis, y por la gran arrogancia de unos juicios apasionados y contundentes. Quizá por ese afán de reforzar sus opiniones se pasa un tanto de vueltas en su argumentación y acaba contradiciéndose a sí mismo cuando unas veces subraya que, dentro de un mundo absurdo como el que pinta Gógol «no hay lecciones morales porque no hay alumnos ni profesores», y otras señala cómo la gran literatura «apela a esas profundidades secretas del alma humana donde las sombras de otros mundos pasan como las sombras de barcos carentes de nombre y de sonido».

Otra novela, la más importante del autor: Almas muertas [5].

Otro relato corto: Nochebuena [6].

Bibliografía:
Vladimir Nabokov. Nikolái Gógol (1944). Barcelona: Littera, 2002; 206 pp.; col. Ensayo; trad. de Anna Renau; ISBN: 84-95845-10-5.