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ANDERSEN, Hans Christian

El autor danés renovó el cuento tradicional imprimiéndole un sello propio: una gran capacidad para ennoblecer y embellecer el sufrimiento. Nunca pretendió, simplemente, «contar cuentos», pero el éxito que obtuvo con ellos le indicó que «había hallado el camino para llegar a todos los corazones». Ese camino pasaba por escribir los cuentos como si los contase a un niño, evitando las palabras abstractas, recurriendo a imágenes claras, usando un estilo llano y familiar, humanizando los objetos inanimados o familiares con enorme habilidad. La ingenuidad aparente de dirigirse a los lectores se debe a que sus relatos están escritos para ser leídos en voz alta, cosa que Andersen mismo hacía magistralmente. De ahí los abundantes giros idiomáticos, el recurso frecuente a las repeticiones y a las yuxtaposiciones, el uso de los puntos suspensivos y de las pausas: es la forma de avivar la imaginación del lector o del oyente. Uno de sus rasgos distintivos es cómo emplea distintos narradores y observadores: procura seguir la historia por medio de quien hubiera visto lo que se cuenta y de ahí que los pájaros aparezcan muchas veces como espectadores. Otro, que, en sus cuentos, las plantas son plantas y los animales siguen siendo animales, aunque les dote de algún significado humano; en cambio, sus personajes humanos tienen profundidad psicológica. Y de más está decir que su calidad está muy por encima del reproche de misoginia que algunos detractores le hacen, basados en que las figuras femeninas que pinta, salvo la de la madre, no suelen ser positivas.

Cómo encontrar historias que contar

Aunque los cuentos comentados ya lo indican de sobra, se pueden poner más ejemplos de cómo Andersen parece haberse propuesto enseñarnos a ver más allá de la superficie de las cosas, a saber observar la riqueza profunda de la realidad.

Así, cuando en el desenlace de La doncella de los Hielos (Iisjomfruen, 1861), el protagonista sufre un accidente fatal, el narrador lo cuenta del siguiente modo:

«—¡Eres mío! —se pudo oír en las profundidades—. ¡Eres mío! —podía oírse en las alturas, desde el infinito.
¡Qué hermoso volar de un amor a otro, de la tierra al cielo!

Se rompió una cuerda, sonó una nota fúnebre, el beso helado de la muerte había vencido a lo perecedero.

Acababa el prólogo para que pudiera empezar el drama de la vida, la discordancia se había resuelto en armonía.

¿A esto lo llamáis una historia triste?».

Otro ejemplo, algo diferente, lo encontramos en el relato titulado Lo que se puede imaginar (Hvad man kan hitte paa, 1869), cuando un poeta se queja:

«—¡Todo está escrito! —dijo él—. ¡Nuestra época no vale la pena!

—¡Qué va! —dijo la mujer—. En los viejos tiempos quemaban a las curanderas, y los poetas andaban por ahí con las tripas vacías y agujeros en el codo. Esta época es estupenda, es la mejor. Pero tú no ves bien las cosas, no has afinado tu oído y nunca rezas el padrenuestro por las noches. Hay un montón de cosas de las que hacer poesía en cualquier metro que quieras, y cosas que contar, si es que sabes contar historias. Las puedes sacar de las plantas de la tierra, extraerlas del agua corriente y del agua estancada, pero tienes que saber hacerlo, tienes que saber cazar un rayo de sol. Pruébate mis gafas, ponte mi trompetilla en el oído, reza a nuestro Señor, y deja de pensar solo en ti.

Lo último era muy difícil, más de lo que podía pedir una curandera».

Bibliografía:
Monográfico sobre Andersen. Revista CLIJ, n. 44, I.1993.